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Recuerdos agazapados

ANTONIO MAQUEDA FLORES

Hay reflexiones que están ahí, agazapadas, en espera de que algún resorte se active, al acecho, para salir a la luz del presente. Ésta me la despierta, en este caso, un video con imágenes de objetos que un día fueron parte de mi niñez, de lo que vi o me contaron. Ahora que ya he podido reproducir el tal vídeo con sonido, siento el escalofrío que me produce la combinación de imágenes y música. Con esa canción en la cabeza emigró mi padre. Era Juanito su ídolo, junto a su tocayo Molina.

  Molinillo, huevera de alambre, radio antigua de galena, máquina de coser con pedal, Baygón, pesetas, francos, marcos y escudos, cocina de gas, peso de ultramarinos, los churros ataos con un junco, un tirachinas… y algunos elementos más, me acompañaron, unos más, otros menos tiempo. Algunos sólo los vi, otros apenas serán algo familiares por relatos de mayores o por la memoria de otros. Todos, hablan de un pasado que vestía el cotidiano transcurrir de la vida con ropajes menos pesados, con otras amarguras que los propios objetos retenían, con alegrías más baratas, con maneras más sencillas de entender y sobrellevar el mundo. Nostalgia, pues sí, y no poca. Injusticia, pues también, y mucha, sin duda. Pero cuando todo junto lo ves -y oyes- te hace la mente un clic que enjuaga algunos recuerdos amargos, incluso alivia algunas faltas imborrables.

  Recuerdos de quienes molían aquel café, posiblemente portugués, de extraperlo, seguro; de la madre que fumigaba la casa con aquel repelente de insectos, del amigo que te acompañaba a “tirar” salamanquesas de las fachadas encaladas -que daban gloria-, bajo los escasos faroles de las calles setenteras, en las largas anochecías de julio y agosto, cuando tus padres acababan casi dando parte a “la pareja” porque “es que el niño… son las doce y no vuelve, Antonio…  Salió a las nueve con el tirachinas y una cámara vieja de bicicleta y no ha vuelto, Antonio, si es que tu hijo…. Con el mediano de Emilia iba y con el chico de la Concha, y ya me dio mala espina el percal…, pero cuando los quise parar, ya corrían por el Llano que se las pelaban, Antonio… Este joío’po’l’alma algún día nos llega escalabrao…”, se quejaba una madre cualquiera -quizá la buena de la mía…; recuerdos de la vecina modista que en aquella vieja Singer te remendaba los calzones de muchacho -el séptimo zurcío de la temporá de invierno-verano-invierno-verano-y otro verano-y un invierno más. No eran “sietes” aquellos, eran cuarenta y nueve…, pura matemática de la abuela María; recuerdos del amigo de tu padre, retornado de Francia, que te traía algunas monedas de franco -de curso legal, pero con menos mala leche que el que tal nombre propio había gastao de este lao de los Pirineos- y que como niño coleccionabas avanzados los 70 y entrainos los 80; recuerdos también de Señá Josefa, que en su comercio de ultramarinos cortaba el bacalao -literal y figuradamente- con una cizalla que nos daba un miedo…, pues solía asustarnos -mientras se sonreía por dentro- diciendo que nos apartáramos, que “ya un niño se quedó sin uñas por acercarse tanto…”. Lo cortaba y lo pesaba en una balanza de la misma marca que la del video, y te lo envolvía en un papel de estraza donde te apuntaba el precio con número medio romanos, medio árabes, y ya después iba tu madre a pagarlo, eso sin falta -que seríamos pobres, pero honraos- en cuanto entraba el jornal en casa.

  Muchos recuerdos. Y una imagen que no vi -sí en alguna foto-, pero que me sigue arañando el alma: “un hombre de treinta y pico de años, agarrao a su maleta de madera, con las iniciales AMF -las que por mor de los apellidos cruzaos comparto con él- marcadas con tinta roja en mitad de aquella madera. Y un andén atestado de jóvenes -casi todos, ellos- con dos maletas y cien penas. Y una copla que les taladraba el corazón. Y un apretar de dientes tras el que mudaban la cara -y evitaban la lágrima- antes de poner el pie en el estribo del vagón nueve de aquel Talgo hacia Madrid, previo a un primer viaje en avión hacia tierras que diesen más dinero del que conseguían arrancarle al trozo de tierra que dejaban atrás. Tan atrás como se iban quedando padres, hermanos, amigos, novia o mujer, e incluso hijo o hija, o la “collera”, junto a la casa, la calle, la plaza, las campanas del reloj y las bestias atás a una argolla de la fachá. Tan atrás como los recuerdos. Atrás. Muy atrás.

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