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EL PATRIMONIO DE ALBURQUERQUE (XXIV). Festejos profanos: El Día del Bollo, de los Santos o de los Naranjales

EUGENIO LÓPEZ CANO

En Alburquerque la Pascua de Resurrección era, al igual que para el resto de España, uno de los días más populares dentro del calendario festivo. La tarde del Día de Todos los Santos se reservaba, y aún se sigue haciendo aunque en menor medida, para disfrutarlo en el campo con la familia, o entre los amigos, juntos o por separados. Los lugares escogidos por la mayoría eran la Huerta de los Limones, La Glorieta (al desaparecer ésta, la primera dejó de tener su lógico sentido) y la Cruz de San Blas, lugares todos ellos próximos al caserío.

  En esta fiesta campera los niños y los más jovencitos, acompañados de sus familiares, se divertían practicando toda clase de juegos. Era un día, por tanto, propio para lanzarse a todo tipo de excesos, sobre todo etílicos entre los más jóvenes, lo que conllevaba a que hubiera más de una reyerta y más de un disgusto familiar, entre las risas y burlas de amigos y conocidos.

  A continuación reproducimos a continuación el artículo que Lino Duarte Insúa publica en el diario HOY de 3 de mayo de 1938 con el título “El Bollo“. Al mismo tiempo, como hice antes, incluyo las acotaciones que he creído oportunas con el fin de enriquecerlo.

“En la mayor parte, o mejor en todos los pueblos de esta región, la gente endomingada marchaba al campo por sus alrededores bien con los ricos embutidos de la tierra, la indispensable tortilla de patatas, requesón fresco acabado de llegar de la majada o la consabida caldereta de cordero con su poquito de picante, al que para apagar sus ardores se le rociaba con algún traguillo del añejo de Brozas, Alburquerque, Miajadas o Herrera del Duque. Las mozas, con su saya de basquiña, jubón de terciopelo negro o azul. Otras con su refajo de la lana de sus ovejas, lavada y escardada en casa, torcida en las veladas de invierno al amor de la lumbre en las chimeneas de campana con la rueca que usaron sus abuelas, tejida en los telares de los que todavía se conservan arrinconados por el paso veloz de la mecáncia que como ciclón devasta y aniquila las pequeñas artes caseras. Todas con su peinado de moño de trenza, zapato de estezado, pendientes de racimo, sanguijuela o herradura y al cuello gargantilla de oro de la que pendía una cruz.

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  Los hombres bota vaquera con caireles de cuero, calzón corto con alzapón y chaqueta de paño de Torrejoncillo, sombrero de San Vicente, camisa de cuello abierto con botones de muletilla, del lino que habían sembrado en el huerto cuyas manipulaciones hasta convertirlo en tela que tan bien sabían los antiguos. Las mujeres llevaban además atado a la cintura el pañuelo de sandía que todavía puede verse en los cuadros del eminente pintor extremeño Eugenio Hermoso.

  Los postres se componían de los dulces caseros en que nuestras abuelas eran consumadas maestras, arte que se guarda todavía y se practica en los conventos de monjas: flores, nuégados, buñuelos, rosquillas y, sobre todo, el célebre bollo de Pascuas. Tanto dominaba este primitivo dulce en esta fiesta entre los que se consumían, que todavía se dice entre la gente sencilla de los pueblos de la región, al día de Pascua de Resurrección, día del bollo. Era una diversión honesta, sencilla y cristiana”.

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