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El hogar

Aureliano Sáinz

Sería una obviedad que dijera que todo ser humano nace en el seno de una familia; dentro de la diversidad de familias que existen. De igual modo, tal como nos explicó John Bowlby, venimos al mundo con un sentimiento básico: el apego, que el propio psicólogo británico desarrolló a partir de su teoría del apego, en el sentido que desde muy pronto necesitamos a alguien a quien estar unidos, que, con mayor frecuencia, suele ser la madre, aunque, bien es cierto, que también puede ser otra persona.

Lo que acabo de manifestar se debe a que, esencialmente, somos seres emocionales, de forma que no es solo la razón la que determina nuestros comportamientos, sino que son nuestras emociones, tanto las positivas -amor, alegría, felicidad, protección, solidaridad…- como las negativas -miedo, ira, orgullo, celos, envidia, venganza…-, las que nos acompañan, con mayor o menor intensidad, a lo largo de nuestras existencias.

Y dentro del conjunto de las necesidades emocionales o afectivas se encuentra el sentimiento o deseo de protección, muy ligado a ese apego originario. Es decir, saber y sentir que uno pertenece a una familia y a una comunidad, que no vivimos aislados, atomizados, como si fuéramos partículas perdidas y flotando en medio de un inmenso espacio, tal como sostienen las teorías radicalmente individualistas, tan en bogas en la actualidad.

De adultos, ese sentimiento innato lo solemos centrar, aparte de los miembros de la familia, en los amigos, en algunos compañeros de trabajo, en quienes comparten con nosotros nuestros ideales, proyectos o aficiones. Sobre esto, creo, que todos estamos básicamente de acuerdo, por lo que no es necesario haber reflexionado mucho acerca de esta cuestión, ya que las propias experiencias vitales nos han hecho ver que la soledad no deseada es algo que instintivamente rechazamos desde lo más hondo de nosotros.

Sin embargo, sobre lo que no se ha incidido mucho es sobre la necesidad de todo ser humano de tener un hogar o, lo que es lo mismo, un lugar íntimo en el que nos sintamos acogidos y lo podamos vivir como un refugio ante los múltiples avatares del mundo exterior que, en ocasiones, lo sentimos amenazante.

Personalmente, esto lo pude comprobar de manera palpable cuando los escolares, a los que les pedía que realizaran un dibujo de la familia, mayoritariamente, la hacían trazando primero a los miembros que ellos consideraban que la formaban y, posteriormente, dibujaban una casa al lado o detrás de las figuras. La razón se debe a que tienen muy interiorizada la idea de que no puede haber una familia que no tenga una casa, una vivienda, un hogar en el que se sientan tranquilos y protegidos rodeados por un espacio propio.

Podría mostrar muchos ejemplos de lo que he indicado; no obstante, me basta el dibujo de esta niña de 8 años en el que traza a sus padres, a su hermana, a sus abuelos y a ella misma delante de una gran casa, que emocionalmente simboliza el hogar, como espacio y refugio cálido en el que ella se siente tan a gusto rodeada por quienes la quieren.

En sentido contrario, cuando, por distintas razones, la gente pierde ese espacio personal y se encuentra arrojada a la calle la vemos como si tuviera una existencia vacía, lo que nos provoca una mezcla de extrañeza, inseguridad y cierta compasión, puesto que quienes se encuentran sin hogar viviendo en la vía pública se muestran como perdidos para la sociedad. Hasta una tienda de campaña, un chozo o, incluso, una chabola, por ejemplo, sugieren un refugio elemental en el que uno puede guarecerse y sentir que hay un mínimo de intimidad.

Hago estas reflexiones en estos días en las que no parece tener salida la terrible situación de violencia, destrucción y muerte que vive la población palestina de la franja de Gaza.

No voy a acudir a las aterradoras cifras de muertos y heridos civiles -incluso dentro de la población infantil- que los medios de comunicación nos van ofreciendo de manera regular. Sin embargo, me llama la atención que no se incida sobre la espantosa destrucción de hogares gazatíes que está causando el ejército israelí mediante continuos e imparables bombardeos.

Las imágenes de calles, edificios, casas, escuelas, hospitales… reducidos a montañas de escombros son dantescas, pues, según se nos informa, más del 70% de las edificaciones han sido destruidas o gravemente dañadas. Se destruyen sistemáticamente las viviendas de las familias palestinas, lo que conduce a que no tengan hogares a los que volver.

En medio de esta destrucción y limpieza étnica planificadas -tal como aconteció en 1948-cabe preguntarse si finalmente lo que pretende el gobierno de Netanyahu es la expulsión a la fuerza de la población de Gaza para que busque cobijo en los saturados campos de refugiados que ya existen en el Líbano, Jordania y Siria, puesto que es imposible vivir en medio de las ruinas en las que han acabado los miles de hogares de las familias palestinas de esta diminuto territorio de más de dos millones de personas.

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