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Vida y muerte de don Álvaro de Luna (I)

PRESENTACIÓN

Por AURELIANO SÁINZ

Hay dos personajes relevantes del siglo XV que tienen una estrecha relación con Alburquerque: don Álvaro de Luna y don Beltrán de la Cueva. Ambos fueron grandes protagonistas de una época en la que marcaron el rumbo de la historia del Reino de Castilla: el primero durante la primera mitad de ese siglo y el segundo a lo largo de lo que sería la segunda mitad.

Sus nombres están enraizados en la memoria colectiva de los nacidos en la villa, tanto que la impresionante fortaleza que se levanta orgullosa en lo más alto de las empinadas rocas y que mira hacia el norte y el sur, como si fuera la gran vigía que protege a quienes son sus hijos, lleva el nombre de Castillo de Luna, en recuerdo de la casa señorial de don Álvaro de Luna.

Sobre don Álvaro de Luna tendría que apuntar que siempre he sentido curiosidad por conocer con detalle la sorprendente vida de una figura que llegó a ser la más importante durante el reinado de Juan II de Castilla, incluso, me atrevería a decir que marcó el destino del Reino de Castilla con mayor intensidad que la del propio monarca.

Y cuando apunto a su relevancia no lo planteo como intento de rivalidad o competencia con el rey, ya que se mantuvo siempre fiel a lo largo de la vida del monarca y, sin embargo, acaba siendo ejecutado tras más de cuarenta años de lealtad, amistad y estrecha colaboración. Serían las intrigas de la nobleza, encabezadas por los Infantes de Aragón, y también por quien fuera la segunda esposa de Juan II, Isabel de Portugal, las razones por las que el condestable acabara de manera tan cruel, a pesar de haber sido alguien tan poderoso.

Antes de iniciar un recorrido por la vida y la muerte de don Álvaro de Luna, quisiera puntualizar que mis especialidades son la arquitectura y el arte (como bien saben los lectores que me siguen en Azagala), por lo que en artículos anteriores he desarrollado temas históricos tomando como puntos de referencias ambas temáticas. Esto quiere decir que para el estudio de esta figura histórica tendré que contar o que me guiaré por la lectura de autores que han abordado la vida de tan singular personaje.

Para documentarme, he acudido al Archivo Histórico de la biblioteca de la Universidad de Córdoba. Allí he encontrado Don Álvaro de Luna de Manuel José Quintana (publicado en el año 1918) y Don Álvaro de Luna y su tiempo de César Silió (del año 1948), junto a otros artículos de revistas de historiografía. A las obras citadas tengo que añadir El Condestable. De la vida, prisión y muerte de don Álvaro de Luna de José Serrano Belinchón (del año 2000), que es un libro propio.

Abordo, pues, la figura de quien fuera condestable de Castilla, maestre de la Orden de Santiago y valido del rey Juan II, así como titular del condado de Alburquerque en 1445, con la intención de divulgarla en varios artículos, alternándolos con otras temáticas. En ellos buscaré la brevedad necesaria en un diario digital, pero siempre con el rigor que merece un personaje de tanta relevancia en la historia de nuestro país y de la villa de Alburquerque.

Álvaro de Luna nació en 1390 en Cañete, un pequeño pueblo de la actual provincia de Cuenca y que en la actualidad cuenta con 774 habitantes. Fue hijo natural de Álvaro Martínez de Luna, noble aragonés que portaba los títulos de señor de Alfaro, Jubera, Cornago y Cañete, y de María Fernández Jaraba, a quien se la conocía como La Cañeta.

Sobre sus orígenes maternos, Serrano Belinchón nos dice que “muy poco se ha sabido acerca de la madre de Álvaro, solo que tuvo algunos hijos más, al parecer de padres distintos, y que uno de ellos fue el arzobispo de Toledo don Juan de Cerezuela, habido en matrimonio con un tal Cerezuela, alcaide de Cañete, y al que don Álvaro favoreció y consideró siempre como un hermano” (pág. 14 y 15).

Un hecho crucial que marcaría el rumbo de su vida fue el fallecimiento de su padre cuando solo contaba con siete años, sin haber recibido nunca la menor prueba de amor paterno, dada las dudas que tenía su progenitor acerca de su paternidad, ya que nunca tuvo claro que el hijo de La Cañeta fuera también suyo.

Llama la atención la descripción que realiza Serrano Belinchón de las vivencias de la infancia de quien con el paso del tiempo llegaría a ser condestable de Castilla, puesto que de alguna manera coinciden con las vividas por quienes hemos nacido en Alburquerque, ya que el Castillo y sus entornos se convirtieron en paisajes privilegiados de nuestras andanzas.

Dice el autor: “Las murallas que cercaban la villa de Cañete, el misterio de la altiva fortaleza estirada por encima de las rocas, los campos de alrededor cruzados de arroyos y violentos cortantes, atalayados por riscos que daban lugar a cuevas impresionantes, debieron servirle como primer escenario de estrategias en sus juegos de niños” (pág. 15).

Una vez fallecido su padre, fue cuidado por su tío Juan Martínez de Luna, que sí le prodigó los afectos que no recibió de la figura paterna, y también de su tío abuelo el antipapa Benedicto XIII, más conocido como el Papa Luna, quien tenía su sede papal en la ciudad francesa de Aviñón.

Cuando cumplió los dieciocho años, es decir en 1408, fue introducido en la corte como paje del pequeño rey Juan II por otro de sus tíos: Pedro de Luna, que por entonces era arzobispo de Toledo. Muy pronto se ganó el cariño del pequeño monarca. Esto queda bien reflejado en los siguientes párrafos de Manuel José Quintana.

“La gracia que sin igual se veía en sus modales, el atractivo de sus palabras, la prudencia de su conducta en una edad tan temprana, le hacían querer y estimar de sus inferiores, a quienes siempre trataba con afabilidad y con llaneza; de sus iguales que encontraban en él a un amigo y un muy divertido compañero; de sus superiores, en fin, a quienes sabía ganar con su respeto y cordura. Festivo y bullicioso con los niños, gentil y bizarro con los mancebos, galán y discreto con las damas, sabía prestarse a todo y en todo sobresalía” (pág. 9).

“Lo más admirable fue el instinto o el arte con que se supo hacer amar del rey, y cautivar su ánimo con unos vínculos tan fuertes en medio de la disparidad de edades. Él tenía a la sazón dieciocho años, el rey no más de tres, y al poco tiempo de la entrada del nuevo doncel en palacio, ya no solo le prefería a los demás cortesanos de cualquier clase y edad que fuesen, sino que no sabía respirar ni vivir sino con él” (pág. 9).

La manifestación de la simpatía que ejercía don Álvaro sobre el rey niño se pudo comprobar con motivo de un viaje que realizó a Toledo para visitar al que ahora era el arzobispo de la ciudad: su tío don Pedro de Luna. El pequeño al no verlo empezó a mudar de semblante, a no sentirse contento con nada ni con nadie, ya que se sentía completamente triste y no podía vivir sin tenerle al lado.

Su madre, la reina doña Catalina, para contentar a su hijo le mandó a don Álvaro que regresara de modo inmediato a la Corte. Con la vuelta, volvió la alegría al rostro de Juan II.

Desde nuestra perspectiva actual, podemos entender que el fuerte atractivo que ejercía Álvaro de Luna sobre el pequeño monarca se debe, por un lado, a la falta de una figura paterna, ya que la muerte de su padre, el rey Enrique III de Castilla, cuando su hijo tenía solo tres años, deja un enorme vacío en el pequeño, también, por las propias cualidades personales de quien llegara a ser condestable del Reino. Nada de hechizos, ni de conjuros, ni de malas artes del demonio, como los incipientes enemigos le atribuían.

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Anotaciones:

La ilustración de la portada es un fragmento de la figura orante de don Álvaro de Luna, vestido de maestre de la Orden de Santiago, que se encuentra en la Capilla del Condestable de la catedral de Toledo.

La fotografía central corresponde a una vista actual de las murallas de Cañete (Cuenca).

La segunda imagen pertenece a un cuadro de la Edad Media en el que se muestra una escena de músicos alrededor del joven rey.

 

 

 

 

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