Por AURELIANO SÁINZ
Quisiera comenzar este artículo indicando que el odio como sentimiento humano no existe de manera aislada, sino que está estrechamente relacionado con otras pasiones negativas, como son el orgullo, el egoísmo, la envidia, el deseo de poder, el resentimiento, etc.
De todos modos, hay que saber diferenciar cuando este sentimiento surge como reacción ante una situación que es producto de un hecho injusto, y que todos, de algún modo u otro, lo hemos podido vivir, pero que acaba siendo algo transitorio, del que es permanente como resultado de la forma de ser del individuo dominado por esta pasión.
Si pensamos, por ejemplo, en una persona de carácter soberbio y autoritario, nos podemos imaginar que está poco dotada en la vida para soportar la adversidad; y la vida, por desgracia, nos somete con frecuencia a situaciones y resultados que no esperamos. De ahí que el individuo que tiene capacidad para afrontar los contratiempos que aparecen en la existencia no suele mostrarse de modo agresivo ante los demás.
En relación con lo anterior, quisiera apuntar que hay psicólogos que establecen una estrecha relación entre la agresividad, como expresión del odio, y los sentimientos de frustración que algunos internamente sienten al no alcanzar los objetivos que se proponen.
Según estos autores, las conductas agresivas, sean físicas o verbales, se dan en aquellos que han acumulado altos niveles de frustración debido a su incompetencia, rasgo característico de los sujetos violentos. De igual modo, los fuertes sentimientos de odio que configuran sus personalidades, en gran medida, se deben a que no han logrado sus metas o porque son cuestionados los fines que íntimamente anhelan (poder, dominio, pervivencia en el cargo, fama, admiración, bienes, etcétera).
Así, es frecuente que las actuaciones del sujeto frustrado no vayan contra las causas personales que provocan su fracaso, pues supondría tener que mirarse a sí mismo, ser capaz de admitir sus límites y afrontar los errores de su vida con sinceridad, para encauzarla de manera distinta.
De igual modo, no se posiciona nunca contra quien tiene un cierto poder sobre él. Con este suele ser adulador y lisonjero, por lo que su agresividad, como expresión de su odio interno, lo vuelca hacia lo que llamamos un “chivo expiatorio”, en el que concentra todas las maldades al responsabilizarle de sus desgracias.
De este modo, cuando cree que posee un cierto dominio por el cargo que ocupa, las formas de violencia psicológica serán distintas, ya que no necesita subterfugios, sino que utilizará estrategias más directas contra quien considera inferior para doblegarle.
Esto explica, por ejemplo, la violencia machista que algunos ejercen contra la mujer cuando descargan sobre ella todo su rencor, dado que no serían capaces de hacerlo de igual forma si el oponente fuera un hombre. Esto lo comprobamos cuando en Alburquerque se ejerció públicamente todo el odio machista hacia una persona, puesto que el agresor no podía soportar que esa persona fuera precisamente una mujer quien le presentara una denuncia.
Quisiera, por otro lado, apuntar que uno de los autores que más detenidamente ha estudiado el odio que se ejerce desde la posición de dominio es la psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen. En su obra El acoso moral (también Malaise dans le travail, no traducida al español) expone los mecanismos de acoso que utiliza quien tiene un determinado poder sobre aquél o aquella que cuestiona su forma autoritaria de ejercerlo.
Así, es frecuente su exhibición en el sentido de que deja bien patente que es él quien manda, y que si lo desea hará todo lo que está en sus manos para “aniquilarle” (como amenazarle con hacer pública su vida privada; acusarle de todos le males delante de un grupo de apoyo; insinuar que él le ha proporcionado favores, etc.).
La persona que ejerce el cargo de modo autoritario no soporta de ninguna manera que alguien, que considera por debajo suyo, avance en su trabajo o reciba la admiración de otros, al tiempo que le critique o cuestione sus actitudes o comportamientos.
El odio, en este caso, se expresa a través de lo que Marie-France Hirigoyen llama acoso moral, y que, según lo que la psiquiatra francesa, se manifiesta “cuando una víctima reacciona contra el autoritarismo y no se deja avasallar, por lo que su capacidad de resistir a ese autoritarismo, a pesar de las presiones que recibe, es la que la señala como blanco de sus ataques”.
Esto es lo que hemos visto a lo largo de los años en Alburquerque contra el director de la revista Azagala, que se ha convertido en el “chivo expiatorio” de todas las frustraciones de un determinado sujeto que se creía invulnerable. También, en su momento, lo fueron los miembros de Adepa, de modo colectivo o individual. Ahora lo es Ipal y sus miembros, al igual que los de la candidatura del Partido Popular. No deja títere con cabeza.
Y es que, según Hirigoyen, quien está obsesionado por el poder y teme perderlo, algo frecuente en el ámbito político, usará un conjunto de estrategias -mentiras, engaños, ocultamientos, presiones, sobornos, acusaciones, etc.- para intentar acallar, amedrentar e, incluso, destruir a quienes imagina que son sus oponentes.
Esta conducta marcada por el rencor de quien ha sido de algún modo cuestionado es la que analiza la psiquiatra francesa. De su primera obra que he citado extraigo el siguiente párrafo que me parece esclarecedor:
“La conducta perversa, teñida de odio, no incluye solamente una búsqueda de la permanencia en el poder, sino también, y sobre todo, una utilización del otro como si fuese un objeto o una marioneta a su servicio, algo que al perverso le produce un gran placer. El agresor conduce primero al agredido a una posición de impotencia para luego poder destruirlo impunemente. Y para obtener lo que desea, no duda en utilizar todos los medios de los que dispone”.
La psiquiatra francesa se detiene, de modo especial, en el uso de la mentira, ya que en sus diferentes modalidades (engaño, ocultamiento, difamación, tergiversación, etc.) es un arma, supuestamente poderosa, en manos de quienes desean permanecer en el cargo público y se ven seriamente amenazados en la permanencia del mismo.
Estos medios de coacción se transforman en otros, como la simulación, la apariencia y el dar la imagen de buena persona, cuando se encuentra ante los suyos, manifestando que en realidad es “la víctima” de los ataques de los desagradecidos que se han confabulado contra él.
Y ya que hablamos de las mentiras relacionadas con el poder, me gustaría traer a colación a un autor al que se ha consolidado como el maestro del engaño en el campo de la política.
Se trata de Nicolás Maquiavelo, brillante escritor y político italiano. Su obra más conocida, El Príncipe, fue escrita en 1513, habiendo llegado hasta nuestros días como uno de los primeros estudios en los que se aborda, de manera explícita, el uso del poder político separado de los principios morales. Y aunque estoy convencido de que pocos de los políticos actuales lo han leído, perfectamente podían verse reflejados en él.
El autor florentino cree que las personas son criaturas dominadas por las pasiones (ambición, odio, temor, admiración, orgullo, etc.), por lo que los gobernantes deben conocerlas y saber manejarlas bien para ascender y permanecer en el cargo.
Y para mantenerse en el poder es necesario utilizar la mentira, puesto que, según sus propias palabras: “los hombres son ingratos, volubles y simuladores, que huyen de los peligros y ansían ganancias”, por lo que es preferible “ser temido a ser amado”. Para lograr este fin, Maquiavelo nos dice que el príncipe, o quien detenta el poder, deberá tener la fuerza del león y la astucia del zorro.
Es por lo que se guardará de cumplir los votos y promesas que haya hecho, pero también aparentará no ser perjuro ni mentiroso, insistiendo en que su finalidad es su incondicional entrega para lograr el bienestar de sus súbditos o ciudadanos. Será, pues, “un gran simulador, pues los hombres son tan simples y obedecen de tal manera a las necesidades presentes que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar”.
En gran medida, esto es lo que tristemente ha ocurrido en Alburquerque en estos últimos años. Aunque conviene apuntar que Maquiavelo no contaba con que también había gente del pueblo que no deseaba vivir encadenada, por lo que su deseo de libertad era superior a los miedos que podían nacer de las represalias que le podían acarrear el no someterse al despotismo en el que se vivía.
De este modo, y tal como apuntaba en un artículo anterior, a partir de esas ansias de libertad comprobamos que ya comienzan a asomar los primeros rayos del amanecer que nos indican que es posible que el odio, las mentiras y la ambición de poder, como males de un pasado, pueden ser enterrados para siempre.
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Para cerrar, deseo indicar que las láminas que ilustran este artículo pertenecen al dibujante polaco Pawel Kuczinski. Las utilizo ya que sirven para demostrar que, en ocasiones, las imágenes explican a la perfección lo que las palabras lo hacen de otro modo.
Así, en la portada del artículo, vemos cómo un personaje vive regaladamente y quiere perpetuarse a costa de la libertad de un pueblo encadenado. Magnífica metáfora visual de lo que todavía acontece en el pueblo.
Pero para que ese pueblo renuncie a la libertad es necesario mantener el discurso del odio contra los que considera sus enemigos. Un odio camuflado en la apariencia de buenas palabras que ocultan las mentiras, las difamaciones y la ambición de poder, tal como vemos en la primera de las ilustraciones interiores.
Aunque, en el fondo, todas esas palabras no dejan de ser aguas residuales que se van a las alcantarillas. Es lo que expresa el artista polaco en la segunda ilustración dentro del artículo.
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