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La buena muerte

Charo Ceballos

El 2 de abril leía un artículo que me sobrecogió por los sentimientos que despierta en mi estado de ánimo esta clase de noticias. Un hombre de 33 años, José Díaz, moría después de recibir la eutanasia, una liberación para él y su familia que llevaban solicitando desde hacía año y medio. La noticia vuelve a abrir un debate controvertido acerca de la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia. Esta ley, igual que sucede con otras que apelan tanto a los sentimientos genera opiniones encontradas y, en muchas ocasiones, juicios de valor que en nada contemplan las circunstancias que atraviesan los demandantes de esta “buena muerte”, que es el significado etimológico de la eutanasia. No es una cuestión baladí eso de querer morir, puesto que, realmente, las personas que solicitan esta asistencia no quieren morir, quieren dejar de sufrir; y no es fácil. Para acogerse a esta ley hay que cumplir, qué paradoja, unos requisitos previos que vienen recogidos en su artículo cinco, en cuyo punto d) se puede leer que, “para poder recibir la prestación de ayuda para morir será necesario que la persona sufra una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante en los términos establecidos en esta Ley, certificada por el médico responsable”.

Existe un protocolo administrativo que compete, sobre todo, a los profesionales de la medicina y a las Comisiones de Garantía y Evaluación, formadas por personal médico, de enfermería y juristas. Por tanto, la ley se aplica obedeciendo a criterios muy estudiados y consensuados. Y no es rápida, la burocracia alarga el sufrimiento de los enfermos y sus familias, y esa burocracia se complica dependiendo de quién gestione la puesta en marcha del protocolo cuando un enfermo la solicita. En algunas Comunidades Autónomas se tarda más en morir de forma asistida que en otras. Esta ley es necesaria y ha de aplicarse con todas las precauciones, pero sin alargar el sufrimiento del que la pide.  La familia juega un papel importante en el acompañamiento y cuidados del enfermo, pero es una situación tan extenuante, tanto física como mental, que puede acabar pasando factura a los cuidadores.

Puede que la defensa sin ambages de esta norma esté motivada por una experiencia personal por la que pasamos en casa hace treinta años. Mi padre sufrió un infarto cerebral que le provocó lo que en medicina neurológica se conoce como Síndrome del Cautiverio, este conjunto de padecimientos como indica Rachel L. Palmieri, coordinadora del programa de neurociencia en el Washington Hospital Center, se caracteriza por la parálisis completa de los músculos voluntarios de todas las partes del organismo, excepto de los que controlan el parpadeo y los movimientos verticales de los ojos. Los pacientes con la forma clásica de este síndrome son conscientes y pueden pensar y razonar, pero no pueden hablar ni mover nada excepto sus ojos. No en vano, según el Informe de Evaluación Anual de 2022 sobre la prestación de ayuda para morir publicado por el Ministerio de Sanidad, del total de las 576 solicitudes presentadas, el 35,59 % fueron por causa de enfermedades neurológicas, seguidas de enfermedades oncológicas, un 33,33%, ocupando el tercer lugar las causas de pluripatología orgánica severa, en torno a un 6,94%. Por tanto, teniendo en cuenta estos datos, la incapacitación que provocan las lesiones neurológicas y que impiden hacer una vida normal, es la primera causa para solicitar la aplicación de la ley.  Mi padre falleció al año y medio de sufrir el infarto cerebral que lo dejó postrado en la cama, fueron dieciocho meses de padecimiento. La ley de eutanasia llegó muy tarde para nosotros.  A algunos les puede parecer una aberración y argumentarán que nos convierte en poco menos que animales, pero para otros es la única forma de terminar con una tortura lenta y agonizante cuyo fin es por todos conocido. Los enfermos de ELA en su último estadio lo saben bien. Un accidente vascular cerebral o una simple caída pueden cambiar tu vida de un día para otro. Esta ley está hecha para ayudar a morir dignamente a quien lo solicite, porque ¿quién querría vivir así? La muerte es triste, es fea, y nadie quiere adelantar su llegada de forma consciente, salvo que ya estés muerto, pero tu corazón y tu cerebro sigan funcionado

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