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Navegones, un oficio perdido

VICENTE MARTÍN ORANTOS

Hasta bien entrado el siglo XX existieron algunos oficios, en el pueblo, con los que no pocas familias se ganaban la vida honradamente. Luego, el paso de los años y los avances tecnológicos los fueron marginando, hasta hacerlos desaparecer. Pero en la memoria de los que asistimos a “sus últimos coletazos”, se quedó el recuerdo de esos oficios, junto con la imagen de los artesanos que los ejercieron durante muchos años y que, al final, se vieron obligados a abandonarlos, para buscar su porvenir en otras ocupaciones que, la mayoría, solo pudieron encontrar lejos de su tierra.

  La de los Navegones fue una de esas profesiones que desaparecieron durante aquellos años. Hoy los recuerdo con nostalgia, porque fueron magníficos artesanos de la madera, que se dedicaron, entre otras cosas, a la construcción de los carros y las carretas que se utilizaban para el transporte de mercancías. Estos vehículos, tirados por mulas y por bueyes, no pudieron aguantar la competencia a la que fueron sometidos por los tractores y los camiones que, en la década de los cincuenta, comenzaron a extenderse por las carreteras y los caminos de Alburquerque. Así comenzó su decadencia, pero hasta esos momentos, fueron tan importantes para el transporte de mercancías y tuvieron tal demanda que, en el pueblo, coexistieron tres talleres, con trabajo suficiente para mantener a un buen número de empleados.

  Frente a la plaza de toros estuvo situado el de “Los Cuervos”, que fue propiedad, del abuelo y, después, del padre y de los tíos del amigo Julián Cano. El apodo les venía porque vestían siempre de negro… (Si bien es verdad que, en aquella época, dicha costumbre estaba bastante generalizada). Hasta que llegaron los malos tiempos, siempre tuvieron mucho trabajo; hasta tal punto que, además de los pedidos del pueblo, recibían encargos de otras localidades de la provincia. Con ellos trabajó Tomás Núñez: buen profesional y buena persona, con el que tuve una relación cordial, ya que vivía por bajo del taller de mi padre.

  Otro estaba en la calle de San Juan y pertenecía a la familia Márquez que vivía en la calle hoy conocida por Aurelio Cabrera y en aquellos tiempos por “La Rabá”. Eran varios parientes y uno de ellos, al que llamaba “jumera”, era muy amigo de mi padre.

  El tercero, se encontraba frente a La Puerta de Valencia y éste, si no me falla la memoria, fue el último en echar el cierre. No recuerdo el nombre del que, a mi parecer, “llevaba la voz cantante” pero si me acuerdo que era un tipo bajito y fuerte… muy fuerte. Tenía un sentido del humor admirable, pero cuando las cosas se torcían… era mejor poner tierra por medio. Aquí trabajó el padre del amigo Juan Díaz, y también estaba Antonio, que cuando llegó el momento de cerrar se fue a trabajar con Rodrigo Gil.

  Nunca faltaba algún curioso que detenía su paseo y echaba un rato contemplando como, a golpe de azuela, el “artista” iba curvando uno de aquellos maderos, hasta convertirlo en un arco que, ensamblado con el resto, formaban la perfecta circunferencia de una de las ruedas. O como, barrena en mano, abría los taladros que, tras el ajuste necesario, servían de alojamiento a los radios.

  Cualquiera de estos trabajos les resultaba interesante a los curiosos, pero el que elevaba el nivel de expectación era, sin duda, la colocación del aro de rodadura: el aro, muy caliente, entraba justo (a golpe de martillo), en el armazón de madera de la rueda. Una vez en su alojamiento, se enfriaba con agua, y al contraerse quedaba fijo de por vida.

  A mí también me gustaba curiosear, y por eso conservo en la memoria algún detalle de aquel tiempo. Recuerdo el olor a madera recién cortada y a cola que se respiraba al traspasar el portalón, siempre abierto, del taller. El suelo cubierto por una gruesa capa de virutas, y la botella de vino refrescándose el agua de la pila; mientras que el maestro, con su lápiz rojo tras la oreja, relataba la faena que, el domingo, le hizo uno de sus hurones en la Zafra.

  Con el paso de los años, la automoción se desarrolló de tal manera que, los camiones y los tractores agrícolas comenzaron a extenderse, y al tener mayor capacidad de carga y ser más rápidos, tuvieron muy buena aceptación entre agricultores e industriales. Esta aceptación hizo ver al maestro que, con semejante competencia, los carros y las carretas tenían los días contados.

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Articulo publicado por el colaborador de AZAGALA, Vicente Martín Orantos, en la edición impresa hace unos años.

Fotos ARCHIVO AZAGALA. Portada y foto 1: Navegones frente a la plaza de toros, conocidos como los “Cuervos”.

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