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Recordando a los abuelos

Aureliano Sáinz

Durante este curso del que llevamos unos meses, y en una de las asignaturas que imparto, me ha parecido de interés plantearles a los alumnos, tras explicarles la parte correspondiente a la teoría del dibujo infantil, que comenten por escrito alguno de los artículos que he publicado en los medios digitales.

Tras haberlo hecho ya de distintos temas, en esta semana les he planteado que leyeran uno de los destinados a la relación entre los abuelos y los nietos. La idea era, tras analizar de forma general la relación entre ambas generaciones, saber qué recuerdos tenían de ellos y lo que habían significado en sus vidas.

En algunos de los trabajos escritos que me han presentado, el recuerdo era verdaderamente emocionante, por lo que me ha parecido oportuno mostraros este de Cristina M., quien tras llevar a cabo esa reflexión de tipo general pasa a contar sus experiencias de lo que han significado sus abuelos maternos para ella.

No quiero extenderme más. Simplemente os invito a que leáis este hermoso escrito que, a fin de cuentas, es un verdadero canto a lo mejor de los abuelos, indicándoos que la fotografía que aporto como portada es una ilustración que he tomado del archivo de imágenes.

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Mis abuelos maternos tienen un lugar muy especial en mi corazón. Cuando era pequeña, mis padres trabajaban y la mayor parte del tiempo la pasaba con ellos. Recuerdo con cariño esas tardes en su casa, donde me compraban mis galletas favoritas y ponían Aladdin, una película que se convirtió en mi favorita desde entonces.

Salir de paseo con mi abuela era otra tradición encantadora. La gente siempre nos miraba con cariño comentando: “¡Ahí van la abuela y la nieta de paseo!” Eran tiempos hermosos que quedaron grabados en mi memoria.

Incluso, hoy en día, seguimos saliendo juntas, y la gente nos detiene con una sonrisa nostálgica, recordándonos esos momentos en los que yo era una niña. Ahora nos dicen: “No se pierden las costumbres”. Mi abuela y yo nos miramos con complicidad sabiendo que los recuerdos compartidos entre nosotras son tesoros que atesoramos siempre. Cada paseo es una conexión con el pasado, una celebración de nuestras tradiciones compartidas y un recordatorio de cuán fuertes son los lazos que nos unen.

Entre los recuerdos más tiernos que guardo, hay uno que se desliza suavemente en mi mente. En aquellos días de mi infancia, cuando la jornada escolar llegaba a su fin, mi abuelo tomaba mi mano y juntos nos dirigíamos a la ventana. Allí esperábamos a mis padres, observando a la gente que transitaba con sus quehaceres cotidianos. La emoción se apoderaba de mí cuando finalmente divisábamos el coche de mis padres, anticipando con alegría que al día siguiente se repetiría la misma rutina reconfortante: estar con mis abuelos.

La conexión que comparto con ellos es profunda, y la mera idea de que un día en el que no estén cerca de mí me abruma. Cada pequeño gesto, cada momento compartido, se ha adherido a mi vida con un lazo indestructible. Me encuentro reflexionado sobre la fragilidad de esos instantes que parecían tan simples pero que ahora, al recordarlos, adquieren una belleza melancólica. La presencia de mis abuelos no solo marcó mi infancia, sino que sigue siendo un anclaje emocional, una fuente de consuelo en medio de las complejidades de la vida adulta.

Contemplar el paso del tiempo me llena de gratitud por cada uno de esos atardeceres junto a la ventana, por las risas compartidas y la seguridad que sentía al ver el rostro familiar de mis padres al final de la jornada. En esos momentos, la rutina no era monotonía; era un ciclo de amor y conexión que se repetía, construyendo la estructura sólida de mis recuerdos más queridos.

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