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EL PATRIMONIO DE ALBURQUERQUE (X). La calle como fuente de cultura (1)

EUGENIO LÓPEZ CANO

¿Cuántos de nosotros presumimos de conocer, si no en gran medida, sí al menos una parte importante de las raíces de nuestro pueblo? Es más, y aquí la respuesta se nos puede antojar todavía más reducida, ¿quién se preocupa -la pregunta va dirigida a todos y cada uno de nosotros- de aprender y enseñar nuestra historia? La nuestra, la más cercana. Esto es, la vida de nuestros antepasados, sus manifestaciones artísticas, los primeros balbuceos del castillo, la villa, las tradiciones, sus monumentos, la flora, la fauna… En fin, todo lo que conforma la historia de un pueblo, que es mucha sin duda. Siempre decimos que habrá tiempo, y de hecho lo hay, para estudiar otros pueblos y otras culturas. Pero ¿tan difícil es enseñar la nuestra, esto es, aprender lo más próximo mientras gozamos de nuestros campos, paseamos por nuestras calles, tocamos nuestras piedras, exhalando el perfume de los siglos que emanan a cada vuelta de esquina…, para que a través de ella, y de una forma sencilla, empecemos a comprender no sólo la historia de España sino, lo que es más importante, que aprendamos a conocer y respetar, como preámbulo, nuestra propia historia.

  Y una última pregunta. ¿Somos acaso conscientes del valor cultural que poseemos? Decididamente pienso que no a la vista del poco o nulo interés que a veces prestamos al patrimonio: desde el derribo de viviendas y construcciones que rompen el entorno hasta la desaparición de nuestras más elementales señas de identidad tales como adoquines en el pavimento, chimeneas, veletas, portales, forja en rejas y balcones, etc. etc.

  Nos esforzamos, eso sí, por conocer -que es un decir- otras tierras y otros lugares, a veces a la carrera, sin saber lo que vemos -el atractivo siempre en lo de afuera-, ignorando por el contrario, a menudo con total desprecio, el lugar donde vivimos. Es más, ni siquiera nos preocupamos por conocer nuestra propia calle -ah, ¿pero también es importante?, os preguntareis-, la misma que distraídamente pisamos tantas veces a lo largo de nuestra vida, sin reparar en ella, mirándola ciegamente sin verla. Claro que es tan poquita cosa, ¿verdad?

  Dios, una calle… ¿A qué pararse en una calle cuando tan grande y bello es el mundo? ¿A quién puede ocurrírsele tan brillante idea? Una calle… ¿Pero qué puede tener de interés mi calle?

  Y bien pensado, desde las pobres y cortas entendederas del que nada sabe porque nunca quiso, ni supieron enseñarle, hasta puede que tuviera no una sino mil razones para constatar tan tamaña estupidez. Porque, díganme si no, ¿cómo plantearse preguntas tan tontas como éstas, o crearse este tipo de necesidades personales en alguien que no se le educó para ello? Con suerte, con muchísima suerte, diríamos, le habrán hablado de otras culturas que, a buen seguro, a juzgar por la fragilidad de la memoria, tomaría más o menos como algo etéreo y volátil que decimos cuando corresponde a otro lugar, o se nos hace del todo incomprensible-, olvidando en cambio nuestra cultura, la que nos es más tangible, la que cada uno ve y pisa todos los días, la misma que ha de respetar y recordar cada instante de su vida para enseñarla a su vez con orgullo, lo mismo a sus hijos que al forastero que se acerque a visitarnos.

  Hagamos, pues, de nuestra calle una especie de fundamento que nos sirva de base para trasladar el conocimiento a otras calles, y de ahí a otros barrios, y así conocer por fin nuestro pueblo…, y de este modo estudiar otros territorios inmediatos, y después una región más amplia, y por último un país y otros países después…

  Sí, nuestra calle. Nuestra sencilla y entrañable calle a cuyo reducido espacio vinimos una vez al mundo, sobre todo en una época en la que nacíamos bajo nuestro propio techo, sobre nuestras propias raíces. Aquella de la que tanto aprendimos, sin darnos cuenta, sobre todo para muchos de nosotros cuando en una época no muy lejana la calle era verdaderamente una fuente de vida; tanto que hasta se decía que era la auténtica universidad de la vida.

Tomemos como ejemplo cualquier vía pública, a ser posible extramuros y antigua. A través de ella podemos conocer muchas y diversas materias relacionadas no ya con Alburquerque sino con cualquier otro pueblo. ¿Cómo nacieron las calles y plazas, especialmente en aquellas localidades que, como ésta, se configuraron a la sombra de un recinto amurallado, con villas adentro y afuera? ¿Qué diferencias existen entre una y otra? ¿Cómo se estructuran los barrios y arrabales? Importancia, en este sentido, de los templos, de los pozos y fuentes, de las ferias y mercados, de los mataderos… ¿En qué época puede haberse proyectado? ¿Qué transformaciones ha sufrido, y qué causas motivaron sus progresivas modificaciones a lo largo de los siglos hasta adoptar su actual configuración, en especial con motivo de las guerras, sobre todo las vías más próximas a la cerca? ¿A qué se debe su forma recta o sinuosa, ciega o abierta? ¿Por qué tiene precisamente esa anchura y longitud? ¿Qué tipo de casas se alinean a ambos lados? ¿Sobre qué cimientos están construidas? ¿De qué materiales se componen? ¿Cómo es su distribución interior, y por qué? ¿Cómo se manifiestan, a propósito, sus fachadas? La importancia social de su aspecto exterior. ¿En qué se diferencian unas de otras, y a qué es debido que tengan unas características distintas a las de otros puntos del caserío? ¿Cómo era antiguamente el pavimento? ¿Cuándo empezaron a existir las aceras?…  En fin, un cúmulo de preguntas que debiéramos saber para poderlo valorar y transmitir.

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