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EL PATRIMONIO DE ALBURQUERQUE (IX). La calle como parte de la historia

EUGENIO LÓPEZ CANO

Si nos parásemos a pensar, desechando como hemos desechado, y seguimos desechando a diario el inmenso caudal histórico que nos ofrecen gratuitamente nuestros mayores con su memoria, y que ni tan siquiera las autoridades ponen remedio a tanto despilfarro cultural como se nos va de las manos, hay todavía, como digo, muchas personas a nuestro alrededor, e incluso a nuestro lado, que han sido si no testigos privilegiados de los mayores cambios que se han producido en esta Villa, sí han gozado al menos de una información importantísima que para sí quisiéramos nosotros.

  En este mundo de auténtica vecindad, por supuesto con sus pros y contras, la calle era desde luego la verdadera escuela de la vida. En ella se adquiría prácticamente la cultura propia de cada época. Si no todo, casi todo tenía lugar en ella, sin contar por supuesto ese otro mundo vital del que éramos espectadores inevitables y privilegiados, desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por las alegrías y tristezas del transcurrir diario de cada casa, verdadero motor, al fin y al cabo, del entorno de cada cual; exceptuando esta parte fundamental que comentamos, y que merece un espacio más amplio, la vida no tenía más sentido que el pulso diario de la calle: los bancos de los herreros, con su exposición de herraduras en la fachada principal; los trabajos de los navegones (constructores de carros) fuera del taller; las fraguas, los hojalateros y zapateros con sus sonsonetes característicos; los pozos urbanos que se veían frecuentados por mujeres, exceptuando las horas en las que el ganado ocupaba el espacio reservado para abrevadero; la concurridísima plaza de abastos; en la plaza La Soledad en la que predominaban los trajes obscuros y las alpargatas de esparto, tanto en mujeres como en hombres, aquellas con pañuelos anudados a la cabeza y éstos con las populares gorras conocidas por bilbainas, y los menos con sombreros de copa alta y ala ancha, característicos de este pueblo…; las festivas ruedas de carnaval ocupando el centro de la calle; las murgas y estudiantinas en tales fechas; las procesiones de Semana Santa, en especial el Sábado de Gloria con las bandadas de chiquillos recorriendo el pueblo con matracas y ruidosos cencerros; los zamparipayos; los días de la Cruz de Mayo, de San Antonio y del Carmen; la Navidad y las canciones de chicos y mayores recorriendo casa por casa a la voz de “¿Cantamos…?“… El hogar, en fin, de un modo u otro, participaba del mismo pulso que latía en cada calle, existiendo una perfecta correlación de sentimientos en ambos, nunca ajenos a cuanto acontecía.

  A este retrato de costumbres se unían otros de igual bullicio, no ajenos a las vivencias diarias, con el mismo color y olor que han caracterizado toda una época: el pregonero municipal, el aguador, el cacharrero, el afilador, el caminar cansino de las caballerías sobre la calzada, la algarabía siempre viva de los muchachos y muchachas con sus gritos y canciones confundiéndose con el piar sin tino de las golondrinas y vencejos -algunos, por cierto, descalzos, a fin de no destrozar las sandalias, y otros, los más cuidadosos, anudándoselas al cuello-, las canciones que trascendían de las rejas y ventanas aprendidas en su mayoría de la tradición oral, los ruidos familiares de cada casa, las conversaciones en voz alta, los saludos, las bromas… En fin, todo un mundo de sensaciones en las que por faltar no faltaban el eco de los pregones de las vendedoras de productos de la huerta, entre otros, trascendiendo desde los zaguanes hacia afuera, al igual que los mendigos descalzos (“una limosnita por el amor de Dios“), los ciegos, los tullidos y peregrinos que se acercaban por estas tierras, camino de Guadalupe y Santiago de Compostela, con sus pliegos de cordel, su música, su quincalla, su inconfundible “Zaragozano“…

  Pensad por un momento en este cuadro costumbrista, y habréis captado una imagen lo más parecida posible a la de entonces, tan distinta a la de ahora con calles asfaltadas y atarjeas, y por supuesto, con luz eléctrica que, por cierto, ni siquiera nos permite gozar del espectáculo de las estrellas rutilantes…, y por faltar que no falte, la luz parpadeante del televisor trasluciéndose a través de los visillos y persianas de cada casa…, y coches, muchos coches aparcados en aceras y puertas semidesiertas, sin sillas de enea que sirvan para conversar a media voz, y contar cuentos, y jugar a las adivinanzas, y… Aún así, si queréis captar todavía una imagen que se nos pierde, parecida a la de antaño, no dejéis de acercaros con respeto a aquellos rincones de nuestro pueblo, sobre todo a las afueras, donde aún existen personas que se asoman a la calle en silencio, buscando, dicen, el tibio airecillo de las noches de estío, pero que a nosotros se nos antoja que lo que persiguen es la añoranza de los tiempos perdidos, y lo que es más importante, huir de los silencios que impone la modernidad a la familia, y recuperar a cambio si no la plática con el vecino, sí al menos el sosiego que da la calle a esa hora, propicia para descansar, pensar y recordar….

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