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DINOSAURIOS EN ALBURQUERQUE

AURELIANO SÁINZ

En aquel día por la mañana me encontraba en la terraza que hay a la entrada del hotel Machaco. Tomaba un café mientras esperaba a un amigo que me suele acompañar antes de mi habitual regreso a Córdoba. Miraba hacia el castillo, contemplando la estampa escalonada de las murallas desmochadas, imaginando cómo podría ser la fortaleza si se hubiera conservado en su integridad. A mí lado se desplegaba una amena charla. Sin necesidad de agudizar el oído, podía entender de qué estaban tratando, pues en esto de hablar alto los españoles nos llevamos la palma.

“¿Estás seguro de que en Alburquerque no hubo nunca dinosaurios? ¿Cómo lo puedes demostrar cuando ya se sabe que habitaban por todo el planeta antes de que se extinguieran hace unos sesenta y cinco millones de años con un meteorito que impactó en la Tierra?”.

Esto fue, más o menos, lo que pude recoger de aquella inesperada conversación que caminaba por derroteros muy distintos a los temas que habitualmente se debaten por el pueblo; aunque también uno puede pensar que en las tertulias se pueda hablar “de lo divino y de lo humano”, sin que necesariamente tengan que abordarse las noticias de última hora o las más candentes (y ya sabemos cuáles son las que predominan en Alburquerque de un tiempo a esta parte).

Cuando regresaba a Córdoba, siempre vigilante en la carretera, en las pausas de silencio que mantenía tras los intercambios de opiniones y ocurrencias con Flora, en mis adentros volvían a resurgir las interrogantes que hacía un rato había escuchado. En el fondo, pensaba que tenía razón quien decía que no se podía asegurar tajantemente de que en los alrededores del pueblo no hubo dinosaurios por el hecho de que no se hubieran descubierto restos de estos gigantescos animales.

Puesto que la ruta de regreso me la conozco al dedillo, y en esos tramos largos en los que parece que uno desea acortarlos lo más pronto posible, la mente comenzó a llevarme años atrás en los que seguía con atención los sorprendentes dibujos de dinosaurios que realizaba Roberto Negrete, que, si no recuerdo mal, ya tenía unos seis años. No dejaba de admirarme la soltura y la seguridad con las que trazaba a bolígrafo (con los que no puede modificarse el trazo) a esos enormes bichos. ¡Y mira que he visto cientos y cientos de dibujos de los críos!

Bien es cierto que sus padres, Eli y Francis, le habían proporcionado algunos libros ilustrados con las variantes de esos gigantescos animales, que poblaron, según las informaciones de científicos, los sitios más dispares de la Tierra.

Rober, que era como le llamábamos entonces, se sabía sin pestañear sus nombres. Pero no solo era el interés que mostraba por ellos, sino también la facilidad pasmosa en cómo los realizaba sin que tuviera delante ninguna de las láminas en las que aparecían dibujados con todo detalle. Yo jugaba con él a preguntarle, y comprobaba que se lo sabía todo. Pero lo más sorprendente para mí, tal como digo, eran los dibujos que realizaba con bolígrafos en los folios, ya usados por una cara, que le daba su padre.

Eran de un trazado preciso, seguro e impecable a la hora de plasmar los contornos y las posturas de las figuras de los distintos dinosaurios. No les hacía ninguna rectificación; cosa bastante difícil, puesto que, como todos sabemos, el trazado de líneas con los bolígrafos, a diferencia de las que se realizan con lápices, no se puede borrar.

Además, cuando plasmaba otro de menor tamaño se debía a que quería expresar que ese se encontraba más alejado. Esto es un hecho bastante sorprendente para los años que tenía, dado que a su edad los niños no han adquirido todavía la capacidad de representar la profundidad del espacio con la disminución del tamaño de las figuras.

Roberto también sabía que los dinosaurios desaparecieron por el impacto de un meteorito que cayó del espacio sobre la superficie de la Tierra hace unos 65 millones de años, por lo cual no es posible verlos ahora vivos. Es la razón por la que en uno de sus dibujos plasmó una escena en la que aparece un dinosaurio que mira hacia arriba contemplando una especie de bola que se acerca a toda velocidad, mientras que otro se agachaba, como si temiera el choque que se iba a producir.

(Sobre estos dos dibujos que he seleccionado del conjunto, quisiera apuntar que he sido yo quien ha coloreado las fotocopias, ya que conservo los originales tal como me los entregó por entonces.)

Y ahora, mientras escribo estas líneas, tras recordar la conversación y los dibujos que me hiciera Roberto, otra vez acuden a mi mente los dinosaurios de Alburquerque, aunque  en este caso sea a través de la enorme fantasía de mi nieto Abel, que se acerca a los cuatro años.

Resulta que las pasadas Navidades vino desde Barcelona  a Córdoba con sus padres para pasar unos días con nosotros. Como hacía tiempo que no estábamos juntos por el tema de la pandemia, nos pareció buena idea que él se quedara en casa, de modo que sus padres pudieran salir y descansar de la tarea de atender a un crío de una imaginación desbordante, que no paraba de jugar y de preguntar.

En uno de esos días se me ocurrió construir un castillo con las pequeñas cajitas de lata de un té verde inglés que me gusta mucho y de las que había acumulado una importante cantidad con el paso del tiempo.

“¿Abuelo, dónde está Alburquerque?”, fue la pregunta que me hizo cuando le mostré el Castillo de Luna en la pantalla del ordenador, al tiempo que le indicaba que era enorme, como el que habíamos hecho y llenado de personajes.

“Mira, Abel. Alburquerque es un pueblo muy bonito, que está muy lejos, por lo que ahora no podemos ir. Cuando seas un poco más grande te llevaré a verlo”, intenté responder a su pregunta. “De todos modos, además del castillo que has visto, en los campos que lo rodean hay montañas, muchos árboles y un gran pantano”.

“Entonces debe haber dinosaurios, como este que tenemos aquí que quiere asaltar el castillo”, me sigue diciendo, mientras me muestra el espinosaurio que le había entregado, y que, junto al cuento tridimensional desplegable de dinosaurios que le compré, formaba parte del escenario del juego en el que nos embarcamos.

“Sí, sí. Seguro que por allí hay dinosaurios”, continúa aseverando en su interminable charla. “¿Tú los has visto?”

Como no me gusta engañar a los niños, le sigo el juego y le indico que a lo mejor están escondidos por las sierras. De todos modos, le aclaré que lo que yo había visto eran jabalís y ciervos con unos grandes cuernos.

Aquel día, mi nieto empezó a imaginar que Alburquerque era un pueblo que estaba lejos, con un enorme castillo en lo alto de una montaña y en el que la gente se encerraba para protegerse de los dinosaurios que se encontraban escondidos en las sierras para no ser vistos. Era lo que me iba diciendo mientras continuábamos jugando los dos alrededor de esa improvisada fortaleza.

De vuelta a Barcelona, y según informó la ‘profe’ a sus padres, una vez que comenzaron de nuevo las clases, Abel les estuvo contando a sus compañeros que en el pueblo de su abuelo había un grandísimo castillo y que en las sierras se encontraban dinosaurios, aunque era difícil verlos ya que estaban escondidos… Pero todo esto a mí no me extraña, ya que la fantasía de Abel y de los críos de su misma edad es tremenda.

 

 

 

 

 

 

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