JUAN ÁNGEL SANTOS
“Los hombres construimos demasiados muros y no suficientes puentes”. Isaac Newton
Como siempre maestro, nos ofrece un texto en el que hilvana con un refinado y ameno relato, lo pasado y lo presente, para rematar el cosido con una combinación de interesante análisis cultural y sosegada y contundente denuncia en defensa del patrimonio. Me quedo, además de con la rica información facilitada, con la frase de Leonardo con la que encabezas el tema. Sin duda refleja uno de los peores males que acechan la riqueza patrimonial de Alburquerque y de muchos otros lugares donde se impone la desidia, el abandono y la barbarie.
Lo cierto es que soy un lego en materia de arquitectura militar pero, por mi apego a la Historia, debo reconocer que los muros, murallas, fuertes, castillos, fortalezas o baluartes han acompañado al hombre desde los orígenes de la civilización hasta nuestros días, por tanto, siempre que uno lee cualquier ensayo de contenido histórico, terminará, antes o después, por encontrarse con alguno de ellos. “La civilización y las murallas van siempre de la mano. No ha habido ningún otro invento en la historia de la humanidad que haya desempeñado un papel más importante en la creación y en la configuración de las civilizaciones” sostiene el historiador David Frye, profesor de historia antigua y medieval en la Universidad de Connecticut y autor del libro “Muros: la civilización a través de sus fronteras”.
El origen y posterior desarrollo de estas construcciones ha estado vinculado a dos constantes temporales, la defensa de la propiedad y la defensa de la integridad, para luego ir añadiendo otros cometidos. Desde el momento en que el hombre comenzó a cultivar la tierra, se hizo sedentario y se convirtió en propietario, surgió la necesidad, por una parte, de proteger las cosechas y los excedentes que permitían a su vez, comerciar; por otra, era preciso defenderse y defender a la comunidad de la codicia y rapacería de los vecinos.
Los vestigios más antiguos del mundo datados hasta la fecha se ubican en la ciudad de Jericó, la ciudad bíblica situada en la actual Cisjordania, cuyos muros fueron derribados por las trompetas de los hebreos guiados por Josué. Fundada hace más de 10.000 años por los cananeos y en la que se han descubierto restos de un muro de adobe y arcilla que llegó a tener 5 metros de alto por 3 metros de ancho, fechados en torno a 6.000/8.000 años a.C. y del que todavía quedan restos.
En España la ciudad más antigua se correspondería con el actual yacimiento arqueológico de Los Millares, en la provincia de Almería, con una antigüedad de unos 5.000 años. Es uno de los yacimientos de la Edad del Cobre más importantes de Europa y cuenta con una estructura defensiva de cuatro líneas de murallas y torres semicirculares espaciadas que aprovechan el entorno natural para completar la protección del emplazamiento.
De similar antigüedad a Los Millares, fue el primer asentamiento en la mítica ciudad de Troya, una ciudad que, en realidad, son, de momento, diez ciudades levantadas una sobre otra como cáscaras de cebolla, algo habitual en asentamientos utilizados a lo largo del tiempo. Troya VII (1.300-950 a.C.) sería la ciudad que se identificaría con la Troya de la “Ilíada” de Homero, pero los primeros restos de muralla son muy anteriores y datan de Troya II, unos 2.600 años a.C.
Las necesidades fueron incrementándose con el paso del tiempo y como las ciudades se convertían en reinos o en imperios, la seguridad exigía la defensa de regiones enteras, bien mediante obras de ingeniería mastodónticas como la gran muralla China o el muro de Adriano, o bien mediante la construcción de líneas de castillos de frontera como ocurrió en el caso de nuestra Reconquista. Solo la provincia de Badajoz, cuenta con 124 fortificaciones inventariadas, Extremadura llegaría, con las 168 de la provincia de Cáceres, a 292 recintos amurallados.
Pero, como se ha dicho, las funcionalidades de los muros y su estructura se han ido adaptando progresivamente a demanda. Con el ocaso del feudalismo y el advenimiento de la pólvora y la artillería, como bien ha explicado Aureliano, las fortificaciones tomarán un nuevo rumbo y los antiguos castillos serán abandonados, pasando a formar parte de nuestro legado histórico y de nuestra responsabilidad colectiva.
Llegados a la modernidad, los muros han adoptado novedosas formas de segregación e ignominia política, social, económica y religiosa. Son los llamados ¨muros de la vergüenza”, esos que sonrojan a todos menos a los que los levantan. Los muros de la intolerancia y de la incomprensión.
El estado de Israel parece haber olvidado, en pocos años, aquellos muros que sirvieron en los territorios ocupados por la Alemania nazi para crear guetos en los que secuestrar y oprimir al pueblo judío. El ¨muro de separación” lo llaman los palestinos y la ¨barrera de seguridad” los israelitas a más de 700 kilómetros de hormigón que han aislado y cambiado el modo de vida del pueblo palestino. Los judíos son así, un pueblo de muros. Para encerrar, para ser encerrados y, también, por supuesto, para rezar y lamentarse.
También los ricos países del norte crean muros para protegerse de la pobreza, esa que ellos mismos provocan con su insaciable voracidad y de la que se aprovechan sin pudor para mantener un cómodo estatus de felicidad, metiendo bajo la alfombra, los derechos humanos. Para indecentes como Donald Trump, estos muros son el estandarte de sus campañas electorales en las que hace gala de un sectarismo y una xenofobia que, a cualquier Tribunal Penal Internacional, debieran llamarle la atención si tuviera los bemoles e independencia suficientes. Tampoco debemos olvidar a Europa, la Europa de los valores, de la ciudadanía, de la dignidad humana, del pensamiento crítico, de las libertades y de la solidaridad internacional. Esa Europa que celebró con entusiasmo la caída del muro de Berlín pero que todavía soporta los “muros de la paz” en Irlanda para separar a católicos y protestantes. La misma que se protege del hambre y la desesperación en el sur con su muro en Melilla, de alambre y concertinas, y sus “campos de refugiados” de lágrimas y sufrimiento, y en Moria y Lesbos.
Hay finalmente otros muros, invisibles y terriblemente infames. Los muros del silencio impuesto por el miedo, los muros de la intolerancia levantados contra la diversidad, los de la opresión que crecen frente a la libertad, los de la riqueza que se elevan frente a la necesidad, los de la exclusión que se forjan ante la pasividad, los de la arrogancia que cubren de sombra la dignidad humana.
En todos partes crecen muros que dividen y distancian. Alburquerque no iba a ser la excepción. Mientras caen las murallas de Azagala, mientras se desploman los arcos de Guadarranque, mientras el castillo se cubre de mugre y pastizal, ante la imperturbable y vergonzosa inactividad de los gobernantes, surgen desde la indisimulada arrogancia y la falsa bonhomía, muros de desencuentro, baluartes de egoísmo, atalayas de vigilancia, fosos de separación y torres de homenaje que protegen a quienes se sientan en un trono vitalicio y viven de las rentas pero también de la servidumbre de un pueblo cautivo y callado.
Algunas cosas no cambian. Hay cosas encerradas detrás de los muros que no pueden cambiar porque nadie las oye (…) Pero que si salieran de pronto y gritaran, llenarían el mundo. Palabras de Yerma, palabras de Federico García Lorca.
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Portada: Puente de Guadarranque en 1995 y en 2015
Foto 2: Campo de refugiados de Noria (Grecia)
Foto 3: Jericó (Cisjordania)
Foto 4: Muro de Adriano (norte de Inglaterra)
Foto 5: Muro de las lamentaciones (Jerusalén)
Foto 6: Muro Israel-Palestina (Cisjordania)
Foto 7: Poblado de los Millares (reconstrucción)
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