JUAN ANGEL SANTOS
“Si queréis conocer a un hombre, revestidle de un gran poder. El poder no corrompe, solo desenmascara.” Pítaco de Mitilene.
Resulta anecdótico que, una trágica historia como la de Narciso y Eco, haya premiado al ególatra de Narciso en detrimento de la sufrida y rechazada ninfa Eco, concediéndole el nombre de una bella flor al culpable, en lugar de una espinosa zarza, que más le convendría. Serán cosas de ese machismo recalcitrante que tanto gusta y define a los hombres vanidosos y egoístas que han marcado los tiempos. Y es que, maestro, nos hemos acostumbrado, como Narciso, a mirar en el río de la Historia y encontrarnos, muchas de las veces, con el reflejo de grandes ególatras a los que, el propio pueblo otorgó su confianza y apoyo, cuando no su devoción y servilismo.
Dicen que todos llevamos el narcisismo forjado a fuego en nuestro ADN, lo único que nos diferencia, en este sentido, es la cantidad de ego que somos capaces de producir y exhalar al exterior. Por más maquillaje y aderezo que pongamos, aunque lo disfracemos con capa de “amor propio” o sayo de “afán de superación”, al final tuvimos que inventar el espejo para tener en casa aquella fuente en la que Narciso se miraba absorto. En pequeñas dosis de confianza, el ego es como el azúcar, nos da energías para salir a la vida y abrazarla sin pudor; en exceso, un ego superlativo puede llegar a dejarnos ciegos de tanto mirarnos.
Determinar quién fue el primer ególatra de la historia es como intentar establecer el origen de cada uno de los siete pecados capitales, entre los que, en un principio, figuraban dos primos hermanos del narcisismo, la vanagloria y el orgullo. Pero mucho antes de que Ovidio nos contase el mito de Narciso y Eco en la Metamorfosis, a comienzos de la era cristiana, ya Sófocles, a mediados del siglo V (a.C.), nos había presentado a Creonte, un personaje que aparece en Antígona y en Edipo Rey, afectado por este trastorno narcisista y por el síndrome de hybris, un término acuñado por el neurólogo y político británico David Owen en su libro En el poder y en la enfermedad: Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años, que se identifica con un trastorno psiquiátrico derivado del ejercicio del poder.
Algunos de sus síntomas son: Propensión narcisista a ver el mundo como un escenario donde ejercitar el poder y buscar la gloria. Tendencia a realizar acciones para autoglorificarse y ensalzar y mejorar su propia imagen. Modo mesiánico de hablar sobre asuntos corrientes y tendencia a la exaltación. Identificación con la nación, el Estado y la organización. Excesiva confianza en su propio juicio y desprecio por el de los demás. Autoconfianza exagerada, tendencia a la omnipotencia. Creencia de que no deben rendir cuentas a sus iguales, colegas o a la sociedad, sino ante cortes más elevadas. Creencia firme de que dicha corte les absolverá. Pérdida de contacto con la realidad: aislamiento progresivo. Inquietud, imprudencia e impulsividad. Convencimiento de la rectitud moral de sus propuestas ignorando los costes. Incompetencia ‘hubrística’ por excesiva autoconfianza y falta de atención a los detalles (termina por tomar decisiones erradas).
El síndrome de hybris o “embriaguez de poder” mantiene estrecha relación con el trastorno narcisista de la personalidad y comparte muchos de sus síntomas. En general la hybris griega se identifica con la desmesura, la arrogancia desafiante, y la ambición desmedida cuando se detenta el poder y, sobre todo, cuando se contravienen las leyes de los dioses. Del castigo a la hybris griega, se ocupa Némesis, la misma diosa que castigó a Narciso.
“A quién los dioses quieren destruir, primero lo enloquecen” reza un proverbio griego.
Pero ya mucho antes de Ovidio y mucho antes de Sófocles, obviamente la hybris y el narcisismo, andaban instalados en los palacios. En el antiguo Egipto, Amenofis IV y Ramsés II son, quizás, los máximos exponentes de estos trastornos. El primero instauró el monoteísmo en favor del dios Atón rompiendo con el culto tradicional, convirtiéndose en sumo sacerdote y “favorito de Atón” y, lo que es peor, llevando al país del Nilo al más absoluto desgobierno. El segundo, Ramsés, un megalómano y un propagandista, el primer faraón que se autoproclamó dios en vida, el constructor del templo de Abu Simbel y del culto a la personalidad y, a juicio de muchos, el último gran faraón.
Cuentan que el emperador de Roma Marco Aurelio salía acompañado por un esclavo que caminaba tras él y, de cuando en cuando, le susurraba al oído “Recuerda, solo eres un hombre”. A tal punto había llegado la egolatría en Roma.
Aureliano ha citado a dos de los grandes enfermos mentales de la Roma clásica, Nerón y Calígula, pero pocos emperadores escaparían a algunos de los síntomas propios del síndrome de hybris. A los dos anteriores podrían añadirse los de Domiciano y Cómodo para completar el cuadro de tiranos por excelencia de aquella época. De Cómodo, hijo de Marco Aurelio, tenemos una aproximación en la película Gladiator. Un emperador que se autoproclamaba la reencarnación de Hércules y que disfrutaba participando en las luchas de gladiadores. Hasta el mismo Senado romano permanecería aterrado y sumiso ante sus escándalos, derroches y perversiones. Moriría estrangulado por un atleta llamado, curiosamente, Narciso.
En tiempos modernos destacaría otra pareja de ególatras irremediables. Por un lado, César Borgia, hijo del papa Alejandro VI y hermano de Lucrecia Borgia, español de origen como toda la familia Borgia o Borja. Un personaje obsesionado por el poder del que Maquiavelo se serviría en El Príncipe como modelo para describir las virtudes y cualidades de un gobernante, y se especula que Leonardo da Vinci, pudo usar su rostro para pintar la imagen de Cristo en su cuadro Salvator Mundi. “O César o nada” sería su divisa, al final todo quedó en nada y muerto el papa, su padre, su recorrido sería corto y abocado a la muerte.
Por otro lado, Luis XIV, el rey Sol, el paradigma del despotismo ilustrado y de la monarquía absoluta, todo giraba en torno a su persona. Hasta los actos más sencillos e íntimos de la vida como eran despertarse y desayunar, se convertían en actos públicos. “El Estado soy yo”, toda una declaración de intenciones de quien, como Ramsés II con Abu Simbel, hizo de Versalles un símbolo de ostentación, propaganda y culto a su persona.
Llegados a los tiempos contemporáneos, los trastornos de personalidad, irremediablemente, se disparan. La hybris se convierte en la gran pandemia del poder, el covid-19 de los políticos y gobernantes de los siglos XIX-XXI. Napoleón, Fernando VII, Stalin, Hitler, Mussolini, Franco, Pol Pot, Mao Zedong, Fidel Castro, Pinochet, Gadafi, Sadam Husein, Bush hijo, Putin, Trump, Bolsonaro, Orban…
La desmesura y la prepotencia no son solo el reflejo de trastornos psiquiátricos, son actitudes despreciables que han definido la forma de gobernar y de hacer sufrir de muchos abyectos personajes de nuestra historia. La lista es corta si se tiene en cuenta la cantidad de sufrimiento que se acumula bajo su ego. No es necesario, sin embargo, rebuscar en el cajón de la historia. La egolatría, el egocentrismo, el narcisismo o la “hybris” se han convertido en el santo y seña de la nuevas propuestas y formas de gobernar en el presente.
Narcisismo, mesianismo, desprecio por la opinión de los demás, omnipotencia, no rendir cuentas, pérdida de contacto con la realidad, imprudencia, impulsividad, desmesura. A cualquiera le puede resultar familiares estas actitudes en personajes políticos de su entorno. Según Owen se necesitan al menos tres de los 14 síntomas para establecer el diagnóstico del síndrome de hybris. Como en la quiniela, algunos hasta consiguen el pleno al 15. Son los narcisos con espinas … y también crecen en las laderas de los castillos.
“El tirano no es un producto de la generación espontánea, es el producto de la generación de los pueblos. Pueblo degradado, pueblo tiranizado. El mal, pues, está ahí, en la masa de los sufridos y los resignados, en el montón amorfo de los que están conformes con su suerte.” (Ricardo Flores Magón)
CARTA A JUAN ÁNGEL SANTOS
Poco tengo que añadir, amigo Juan Ángel, al magnífico escrito que remites para ampliar lo que dije acerca de los ególatras perniciosos que en estos tiempos son extremadamente peligrosos, porque el que yo traigo a la palestra, Donald Trump, en sus declaraciones antes de ser investido como presidente de los Estados Unidos dijo, entre otras de las muchas nefastas declaraciones, que “a él le gustaría ganar una guerra”.
Y esto no hay que tomárselo a broma, pues este pensamiento (que a buen seguro no se le ha quitado de la cabeza) en la autoridad máxima de la mayor potencia mundial supone un riesgo potencial de una catástrofe.
Sin embargo, estamos de suerte, porque Trump tiene una cualidad que David Owen no la cita dentro de las que definen a un ególatra: ser un auténtico bocazas, que, como los niños, no se reprime y suelta lo primero que se le viene a la cabeza (o eso que está debajo de una peluca muy rubia).
Así, por ejemplo, en estos días hemos leído, en la presentación del libro Rage (Rabia) del prestigioso periodista de investigación estadounidense Bob Woodward, que en una de esas locuacidades que le caracterizan soltó: “Mis jodidos generales son una panda de gallinas”.
¡Genial! ¡Que siga así para que tenga a la cúpula militar en su contra! Es lo mejor que nos puede suceder al resto del planeta.
Por otro lado, puesto que no lo sabía, me llama la atención, Juan Ángel, que cites a Lucio Aurelio Cómodo quien fuera hijo de Marco Aurelio, el emperador filósofo que nos legó una magnífica obra: Meditaciones.
Y yo me pregunto: ¿Cómo es posible que de un padre perteneciente a la escuela filosófica de los estoicos tuviera como hijo a semejante personaje?
Para que veamos algo del pensamiento de Marco Aurelio, elijo un párrafo del comienzo del libro II de Meditaciones, en el que nos dice:
“Al amanecer, dite a ti mismo: me voy a tropezar con un indiscreto, un desagradecido, un insolente, un envidioso, un insociable. Todo esto le sucede por su ignorancia del bien y del mal. Pero yo que he visto la naturaleza del bien, de que es lo bello, y la del mal, que es lo vergonzoso, y la del mismo que comete la falta, que es de mi género, partícipe no de la misma sangre o semilla, sino de la mente y de una partícula divina, no puedo sufrir daño por obra de ninguno de ellos (…) De modo que obrar unos contra los otros va contra la naturaleza y es obrar negativamente enojarse y volverse de espaldas”.
Cualquiera que leyera esto podría pensar que era un escrito extraído de algún texto de los primeros Padres de la Iglesia; pero no, es de un singular emperador, cuya obra va en el sentido de organizar la vida según las leyes de la naturaleza.
Para cerrar, quisiera hacerte una pequeña observación: no son equivalentes egocentrismo y egolatría. Todos, necesariamente, somos egocéntricos; pero solo algunos pocos son ególatras. Esto ya lo explicaré con detenimiento más adelante, pues merece la pena ir deslindando los conceptos relacionados con ese complejo mundo de sentimientos que todos portamos, aunque en ese enorme puzle que configura cada personalidad haya abundancia de algunos de ellos y escasez de otros.
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Portada: Edipo y Antígona desterrados de Tebas. Louis Duveau, 1843.
Imagen 2: Emperador Comodo. Escultura, finales del s. II antes de Cristo.
Imagen 3: Templo de Abu Simbel. Egipto, s. XIII a. C.
Imagen 4: Salvator Mundi, Leonardo da Vinci, 1500.
Foto de Hitler: Heinrich Hoffman, 1925.
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