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CARTA A AURELIANO: Murieron con las botas puestas

JUAN ÁNGEL SANTOS

Me va a permitir, Maestro, que cambie el infinitivo por el pretérito, dando así un giro temporal al título para acomodarlo al relato.

Recuerdo nítidamente las tardes de los sábados en la primera de televisión española en los años de la Transición, cuando elegir canales era muy sencillo, solo había dos. Aquella simplicidad que entonces ofrecía la televisión, lejos de la competitiva y voraz saturación actual, permitía u obligaba, según cada cual, a ver lo que había en cada momento. Digo los sábados tarde, porque era el momento del cine para todos los públicos y, en esa franja, se pasearon por la pantalla los grandes directores y las grandes estrellas del cine con películas de los años dorados de Hollywood. El complemento lo ponía la tarde noche del viernes, en la segunda, con el programa de José Luis Balbín “La Clave”, con un cine más social, realista, menos comercial y más comprometido, que servía de prólogo a un debate por el que pasó los más granado y lo más variopinto de aquella joven democracia.

Errol Flynn era uno de los habituales en aquellas sobremesas y uno de mis preferidos junto a otros grandes como Burt Lancaster, John Wayne, Gary Cooper o James Stewart. “El capitán Blood”, “Objetivo Birmania”, “Robin de los bosques”, “La carga de la brigada ligera” y, por supuesto “Murieron con las botas puestas”.

Errol Flynn y el General George A. Custer, a quien da vida el actor en la película dirigida por Raoul Walsh en 1941, tenían algunas cosas en común. Aventureros, atrevidos, temerarios, triunfadores, indomables, mujeriegos…ambos murieron siendo relativamente jóvenes y ambos han sido tan cuestionados como considerados. Aunque en el fondo eran polos opuestos, disoluto el uno y marcial el otro, un “titiritero” dando vida a un “legionario”, tan diferentes y tan semejantes como Pablo Iglesias y Santiago Abascal, si se me permite la licencia.

Me quedo con Errol Flyn, el no murió con las botas puestas, murió alcoholizado y endeudado después de una vida demasiado intensa y turbulenta, en Vancouver, donde acudió a vender uno de sus yates para atender a sus acreedores. Pero dicen que era generoso, buen amigo, divertido y que, en las juergas, tocaba el piano como no lo hacía nadie o, al menos, con lo que nadie se atrevía a tocarlo, quizás por esto último se definió a sí mismo como “un símbolo fálico universal”, en fin, todo un personaje.

En cuanto a Custer, tampoco murió con las botas puestas. Y no es que las perdiera en la refriega con los indios en Little Bighorn, es que a “morir con las botas puestas” prefiero darle ese otro sentido al que usted, Aureliano, hace mención en su escrito. Yo prefiero un significado más épico, más elevado, más heroico, más en sintonía con aquellas películas de mi infancia y, por ello, lo asocio a la actitud valiente, casi memorable de quienes se mantienen firmes, imperturbables, determinados y convencidos de la victoria hasta el final, la actitud de los que no se rinden sin luchar, de los que desconocen la palabra capitulación, los que abrazan el “nunca, nunca, nunca te rindas” de Winston Churchill. George A, Custer murió ejerciendo su profesión, pero fue víctima de su ambición, de su ego y de sus deseos de inmortalidad, y perdió sus botas en el camino.

Antes de morir en Little Bighorn y después de su activa participación en la guerra de secesión americana, en la que alcanzó el grado de general de brigada con solo 23 años después de ser el peor alumno de su promoción en la academia militar, Custer dirigió una de las muchas matanzas sufridas por los nativos americanos. Fue en el río Washita en noviembre de 1868. Cuatro años antes había tenido lugar la matanza de Sand Creek, en Colorado, una masacre que aparecería en la película “Soldado Azul” en 1970 un western de los llamados “revisionistas” en los que, aquellos que nos habían hecho creer que eran los buenos dejaron de serlo. Desde entonces la corneta de carga del 7º de caballería, dejó de levantar pasiones en el inolvidable cine “La Torre”. Todavía este regimiento se cubriría de mayor infamia en Wounded Knee, en la navidad de 1890, una de las peores y más injustificables carnicerías cometidas por las tropas americanas contra la población nativa, mayoritariamente compuesta de mujeres y niños. Como dijo el coronel Chivington antes de la degollina organizada en Sand Creek “Voy a matar indios y creo que es justo y honorable usar de todos los medios que Dios ha puesto a nuestro alcance para matar indios. Hay que matar a todos y cortarles las cabelleras, grandes o pequeños, porque las liendres acaban por convertirse en piojos”. Así de académico y así de trágico.

Custer, como Alejandro Magno o Napoleón, fue de ese tipo de personajes que no saben cuándo deben parar, de esos que llevan su codicia personal hasta las últimas consecuencias sin preocuparse por los efectos secundarios que puedan producir, ajenos al daño porque ellos son portadores de la desgracia. Son almas irracionales empujadas hasta el vértice del desfiladero por puro egoísmo, sonámbulos que caminan inconscientes y esclavos de sus sueños de esplendor, víctimas y verdugos de sí mismos. “Sacrificaría mi existencia, antes de echar una mancha sobre mi vida pública que se pudiera interpretar por ambición.” Diría el libertador José de San Martín quién, a diferencia de los anteriores, supo cuando su papel había terminado. El sí murió con las botas puestas.

Pero además del cine y de la historia, también la realidad local nos trae estas figuras envueltas en papel de fantasía y fabricadas en materiales de vanidad. Hemos tenido la mala suerte de ser ese 7º de caballería que durante 25 años ha deambulado por las solitarias praderas en busca de un espejismo, protegiendo la ambición de los colonos y perturbando la paz de los nativos, cubriéndonos de polvo al son de “Garry Owen” para que el general pudiera cubrirse de gloria.

El desastre de Little Bighorn está cada día más cerca. Custer lo sabe y sigue cabalgando imperturbable hacia ese trágico destino. Nunca le importó su regimiento, ahora en la cima de las colinas negras, próximo su final, solo piensa en su inmortalidad.

“La fuerza, no importa lo oculta que sea, genera resistencia” reza un dicho de los sioux lakotas. El miedo cede paso al valor, crece la oposición y la rebeldía. Son los indios unidos por el coraje, la determinación, por la supervivencia, por el amor a la tierra en que nacieron y en la que veneran a sus antepasados, son ellos los que “morirán con las botas puestas”.

Escuchan ese ruido de fondo… es el pataleo del gallinero en el cine “La Torre”.

 

CARTA A JUAN ÁNGEL SANTOS

AURELIANO SÁINZ

Estaba seguro, Juan Ángel, que en esta ocasión te ibas a lucir en tu reflexión, puesto que al ser un gran cinéfilo eras capaz de construir un texto que caminaría por los senderos de los grandes protagonistas de las inolvidables películas del Oeste.

Este género ha perdido el protagonismo y la brillantez que tuvo décadas atrás; de todos modos, siempre permanece en la memoria de las generaciones que despertamos al mundo de los grandes héroes, esos que “mueren con las botas puestas”, en el cine La Torre, al que haces alusión al final, con cierta sutil referencia al actual ‘territorio comanche de Alburquerque’.

Tengo que confesarte que, siendo pequeño, en mi casa en la calle calzada tenía un pequeño fuerte de madera, así como las tiendas de campañas y las correspondientes figuras de indios y vaqueros de goma dura, con los que jugaba en el desván de mi casa. Recuerdos de la infancia que permanecen inalterables con el paso del tiempo.

Mis favoritos eran los indios, y, aunque en las películas que nos ponían en el cine se les presentaba como los malvados, yo no me lo creía. Para mí eso de cabalgar de forma libre sobre lomos de los caballos y vivir en tiendas de campañas en medio de la naturaleza representaba la libertad y la felicidad, valores que por entonces no sabría su significado, pero que los sentía con gran emoción.

Esta tendencia siempre ha permanecido en mí. No fue necesario que, pasados los años, viera El gran combate, la última película de John Ford, para saber que las tribus indias fueron atacadas, expoliadas, masacradas y desterradas de sus territorios, de modo que ahora lo que quedan son ‘reservas’ en las que sobreviven o malviven los nativos de las tierras del norte de América.

Como continuación de esa simpatía hacia los indios (apaches, comanches, cheyenes, lakotas, navajos, etc.) quisiera apuntarte que tengo bastantes discos con los cantos de esos pueblos nativos por los que me siento inclinado.

No me quiero extender mucho en esta ocasión, pues, tras el artículo que escribí que ha dado origen a este debate y a tu magnífica respuesta, solo quisiera volver a ese ‘morir con las botas puestas’ que nos resulta más cercano, más ligado a cada uno de nosotros, aunque para los más jóvenes la frase tenga poco sentido, puesto que sienten la vida como algo inmenso e inacabable.

Y es que para los que contamos con muchos años y hemos subido un gran trecho de peldaños de la escalera de la vida, miramos hacia atrás y podemos hacernos algunas de estas preguntas: ¿Ha merecido la pena la vida que he llevado? ¿El sendero que he recorrido ha sido, en gran medida, el que yo esperaba? ¿Qué puedo hacer en el tiempo que ahora tengo por delante?

Con estas reflexiones abiertas, me gustaría pensar que quienes nos leen puedan decirse para sus adentros que la senda que han escogido es la que deseaban, a pesar de que los vientos, en ocasiones, empujan tan fuerte que nos arrastran hacia caminos que no nos los habíamos imaginado. Pero, a pesar de ello, sería bueno pensar que “las botas no las hemos abandonado en mitad del sendero”.

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Portada: Indios Sioux

Foto 2: Errol Flynn encarnó al General Custer.

Foto 3: Película “Soldado azul”.

Foto 4: Tumbas en Little Bighorn.

Foto 5: General Custer.

Foto 6: Hermoso montaje de un indio libre.

 

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