Por AURELIANO SÁINZ
Algunas veces, con los amigos he utilizado la expresión que da título a este escrito intentando explicarles que, aunque me encuentre jubilado, continúo como profesor honorario, dado que la docencia es un trabajo que siempre me ha apasionado y lo vivo como algo que lo llevo en la sangre.
Creo que todos entendemos que la expresión ‘morir con las botas puestas’ se refiere a que uno acaba su vida llevando adelante una actividad con la que se identifica y que de forma habitual desarrolla. No se refiere, por tanto, a grandes gestas o actos heroicos, dado que todos dentro de nuestro mundo podemos vivir con entusiasmo cualquiera de las facetas de nuestra existencia.
Bien es cierto que este dicho popular lo solemos sacar a colación cuando fallece alguien que ha tenido una larga y productiva vida, de modo que se marcha tras una labor encomiable. Es lo que recientemente sucedió con el compositor italiano Ennio Morricone, quien falleció el pasado 6 de julio a la edad de 91 años, dejando tras de sí una larga lista de bandas sonoras de películas tan conocidas como fueron Érase una vez América, La Misión, Novecento, Cinema Paradiso, Los intocables de Eliott Ness o Los odiosos ocho.
Como bien sabemos, dejó una carta de despedida en la que nos decía:
“Yo, Ennio Morricone, estoy muerto / Lo anuncio a todos los amigos que siempre han estado cerca de mí y también a aquellos que están un poco lejos los saludo con gran afecto. Imposible mencionarlos a todos (…) / Espero que sepan cuánto los he amado. / Por último, pero no menos importante, María. A ella le renuevo el extraordinario amor que nos mantuvo unidos y que lamento abandonar. Para ella mi más doloroso adiós”.
Una sencilla y emotiva despedida que había escrito sabiendo que sus días terminaban, tras dejarnos un enorme legado de bandas sonoras que seguro algunas hemos escuchado.
De todas ellas, yo siempre recordaré la de La muerte tenía un precio, pues, siendo estudiante de Arquitectura en la Universidad de Sevilla, acudí junto a un par de amigos a un cine de barrio en la que la proyectaban. Quedé fascinado, tanto de la película como de su banda sonora, en la que había notas que imitaban a unos lejanos silbidos y que volvían a repetirse en otros filmes del denominado espaghetti western como fueron, aparte de la citada, Por un puñado de dólares, El bueno, el feo y el malo o Hasta que llegó su hora.
A partir de Ennio Morricone, las bandas sonoras de los filmes del viejo Oeste comenzaron a popularizarse, de modo que ya no solo eran las imágenes sino también la música las que daban entidad a esas películas.
No obstante, en esta ocasión, como ilustración de ‘morir con las botas puestas’, he seleccionado la imagen de Gary Cooper en otro film inolvidable: Solo ante el peligro.
Caminando serio, erguido, con los brazos descolgados ante el inminente peligro que acecha, marca bien los pasos, por lo que se muestra como el prototipo del personaje que mira de frente hacia su destino sin renunciar a los retos que tiene que afrontar.
Pero creo injusto que siempre sea una imagen masculina la que presida determinados valores. Ahora nos encontramos en un mundo en el que la mujer se ha ganado a pulso el derecho a que ella también se la represente, de forma que conviene que esos valores se apliquen a ambos géneros. De este modo, y dentro de las clásicas películas del Oeste, viene bien esta imagen de Johnny Guitar en la que aparece Joan Crawford en una de las escenas inolvidables que plasmó como director Nicholas Ray.
Siguiendo el rastro del título del artículo, quisiera manifestar que cuando uno echa la vista atrás emergen buenos e, incluso, magníficos momentos de la trayectoria que se ha llevado a lo largo de la vida.
En mi caso, como docente, podría explicar muchos de ellos, pues ha sido el propio trabajo educativo el que cotidianamente me aportaba alegrías que las vivía como formando parte de mí (también, qué duda cabe, aparecieron momentos tristes e, incluso, amargos). Pero en esta ocasión quisiera referirme a un hecho que siempre recordaré.
Hace unos años, en la puerta de mi despacho sonó el toque de una mano que pedía permiso para entrar. Tras indicarle que sí, pasó una chica menuda acompañada de quien supuse que sería su madre. Era una estudiante de la Facultad que yo no la había tenido de alumna.
Tras presentarse, su madre me indicó que había sido alumna mía y que siempre me recordaba como un profesor tranquilo y atento con sus alumnos, por lo que quería pedirme el favor de si yo le podía dirigir el trabajo fin de grado a su hija.
Estuvimos charlando de aquellos lejanos en los que yo compatibilizaba el trabajo docente con el de arquitecto. Recuerdos inolvidables de mis comienzos en la Universidad.
“Por supuesto, que le dirigiré el trabajo a tu hija Marina. Pero hay algo que me ha llamado la atención y quiero preguntártelo. ¿Por qué habéis acudido a mí, cuando ella podía haberlo hecho con cualquier profesor o profesora que haya tenido a lo largo de la carrera?”
La madre de Marina me indica que su hija es muy trabajadora, pero que tenía un carácter bastante tímido e inseguro, por lo que ella pensaba que yo sería el más adecuado para que no se sintiera cargada de dificultades durante la realización de la investigación.
Nos despedimos. Vi la alegría en el rostro de la alumna, dado que ella a lo que aspiraba era sencillamente a aprobar, puesto que defender un trabajo ante un tribunal le provocaba bastante inseguridad.
Algunos días después vinieron a mi despacho tanto su madre como su padre para agradecerme que yo la hubiera atendido. Pero lo más curioso es que también su padre había sido alumno mío y que ambos se habían conocido siendo compañeros de curso.
Me alegró profundamente que tras más de treinta y cinco años ellos me recordaran como el profesor por el que sentían admiración. Ellos eran maestros en ejercicio y ya conocían de primera mano lo que significaba el trabajo de la enseñanza.
Ciertamente, comprobé que Marina era una chica muy trabajadora e insegura que me consultaba habitualmente por correo electrónico la cantidad de dudas que le iban surgiendo.
Cuando se acercaba la fecha en la que tenía que defender su trabajo ante un tribunal, ensayamos varias veces, hasta que estuvo convencida de que lo hacía bien.
Pasada la defensa y anunciadas las notas, se presentó en mi despacho para indicarme, toda exultante, de que había recibido una matrícula de honor. No dejaba de darme las gracias por todas las atenciones que le había prestado, pues no imaginaba que pudiera tener esa calificación. También sus padres, días después, me agradecieron el apoyo que le había prestado a su hija.
Hoy Marina es una maestra entusiasmada con su labor docente. Sus padres se encuentran cerca de la jubilación. Por mi parte, continúo como profesor honorario en la Facultad, pues como en cierta ocasión indiqué, y siguiendo el título de este escrito, yo no calzo botas; no obstante, como suelo decir, ‘moriré con los libros abiertos’.
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