ANTONIO L. RUBIO BERNAL
Hay versos que marcan una vida; en mi caso, estos del poeta M. Hernández -1910/1942-, que tanto me gustaron recitar al compás de mi guitarra: “Sangre que no se desborda, juventud que no se atreve, ni es sangre, ni es juventud, ni relucen, ni florecen. Cuerpos que nacen vencidos, vencidos y grises mueren: vienen con la edad de un siglo, y son viejos cuando vienen”.
Con esta entrega cierro mi ciclo de agradecimiento a todos aquellos que tanto están aportando en esta lucha contra el maldito COVID-19; y quiero hacerlo dando satisfacción a una petición -jeje, como en “Discos dedicados”, programa de radio de los años 60- en estos términos: “tendrás que escribir una también a conductores de autobuses, cajeras… que se arriesgan a todo, con sueldos bajos y nadie les aplaude”. No le falta razón.
Sería Benedetti, M., quien me inculcara hace ya años que “acá hay tres clases de gente: los que se matan trabajando, los que deberían trabajar y los que tendrían que matarse”. Solo doy cabida a los primeros, al batallón de profesionales varios en industrias, agricultura, ganadería, transporte, banca, etc., e inconscientemente se me viene a la cabeza la farmacéutica presta a asesorar, el camionero que diariamente recorre cientos de kilómetros, el ganadero que alimenta a su ganado sin saber si tendrá salida, el agricultor que invierte en sus tierras sin conocer la demanda que tendrán sus productos, la cajera que desconoce a quien tiene enfrente, el conductor de autobús que gasta todo su horario agarrado al volante, el bancario diligente, etc., etc., todos ellos ajenos a las miradas y comentarios de aquellos otros insolidarios que les invitan a abandonar sus casas por razón de su oficio -¿cabe más odio en un ser humano?-, y que, aunque no se hayan cumplido por quien debiera las medidas de protección necesarias o los servicios mínimos pactados, afrontan un desafío permanente con el “bicho” únicamente por ser conscientes de que su tarea resulta imprescindible en estos momentos, dando así un gran ejemplo de pundonor y honradez, desde la humildad y en silencio, en pro de nuestra supervivencia. Les llamo “soldados sin cuartel en el epicentro bélico”. ¿Alguien se entrega más a esta sociedad? El sol se encarga de poner suficiente luz en este mundo como para distinguir entre quién es imprescindible y quién accidental, ¿verdad?
Personalmente por todos aquellos que están en el “tajo” me veo obligado no solo a agradecer sus esfuerzos sino a reconocer públicamente sus agallas permaneciendo en sus puestos de trabajo. ¿Ensalzamiento de sus personas? Sería poco, pues semejante actitud de servicio no es moneda al uso en esta sociedad. A buen seguro que el sentido de sus vidas quedará marcado para el futuro. Incrementará la confianza en sí mismo, se pondrán el mundo por montera y no escucharán todo aquello que éste les pueda contar, obrando solo según conciencia.
Con palabras de mi barbero, mi querido Luis -también antiguo alumno- te dejo, quien a propósito de mi entrega anterior me comentaba: “todos o casi todos estamos a la altura que merece… a excepción…” Añade lo que quieras, pero forma parte de la regla, de los que lo hacen bien. Bajar la guardia a estas alturas, aparte de temeroso, sería ridículo, lo más duro lo hemos pasado. No des margen al cruel enemigo, si te coge con defensas bajas, te asesina. Y si te aburres en casa, sigue la recomendación del ayuntamiento, confecciona trajes o pendones para el Medieval, dando la batalla por ganada y sin hacer absolutamente nada por sus convecinos; y lo peor, importándole tres carajos la enorme pena que podamos sentir por nuestros compatriotas fallecidos, el temor por el futuro de los contagiados y la incertidumbre sobre el porvenir. Ni a propósito se puede hacer peor. Tú, cuídate.
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