Por AURELIANO SÁINZ
A finales de octubre asistí al II Congreso Internacional de Neuroeducación que se celebraba en la Universidad de Barcelona. Ya lo había hecho con anterioridad en el primero que se había desarrollado dos años antes, por lo que me pareció de gran interés continuar con esta nueva línea que se ha abierto dentro del campo educativo y que considero que implica aportaciones relevantes e inéditas.
Desde hace bastantes años conozco la ciudad debido a las visitas que he realizado, fuera por mi participación en congresos que se organizan en sus distintas universidades o por razones familiares, ya que mi hijo Abel reside en la ciudad condal. Sobre ella, creo que no es necesario que diga que Barcelona es una magnífica urbe que compite con Madrid en muchos aspectos: población, cultura, desarrollo industrial, turismo, etc., por lo que merece la pena visitarse al menos en alguna ocasión.
Por otro lado, también creo que resulta obvio indicar que la ciudad se encuentra en una situación convulsa como consecuencia de los retos independentistas que se despliegan tanto en la ciudad como en otros lugares de Cataluña. Incluso, algunos actos recientes han impactado en todo el país por el grado de violencia desarrollado por algunos grupos fanatizados.
Pero no voy a entrar en un tema que conllevaría un largo y complejo debate, sino que deseo centrarme en una noticia de la que tuve conocimiento durante mi estancia y que me dejó asombrado, pues para mí, que llevo muchas décadas como profesor universitario, nunca había conocido nada similar, puesto que resulta una abierta alteración de todo un proceso educativo.
Se trata de que algunos rectores han decidido implantar, sin contar con la aprobación explícita de los claustros universitarios, un sistema de ‘evaluación flexible’, de modo que aquellos estudiantes que, movilizándose en apoyo al ‘procés’ y no asistiendo a las clases como forma de protesta, puedan realizar una prueba o examen final que sea equivalente a la asistencia que realizan los estudiantes que sí acuden a las clases.
Para que podamos comprender correctamente el significado de esta cuestión conviene que realice algunas observaciones acerca del actual sistema universitario español.
Desde hace aproximadamente una década se implantó en las universidades españolas el denominado Plan Bolonia, del que la ciudadanía sabe algunos aspectos. El más conocido es que se eliminaban las licenciaturas (normalmente de 5 años de duración) y las diplomaturas (de 3 años), siendo sustituidas por los grados (de 4 años en España), que podrían ampliarse con los másteres (de 1 o 2 años), como forma de especializarse.
Dentro de las modalidades pedagógicas, se introdujo la denominada evaluación continua, que podría sustituir a los exámenes en aquellas asignaturas que así lo recogieran en sus programas o guías docentes, como ahora se les denomina.
En mi caso, puesto que así queda plasmado en las asignaturas de Educación Artística que imparto, siempre he optado por el sistema de evaluación continua, ya que creo que es el más justo y con el que mejor aprenden los estudiantes universitarios, puesto que el profesor tiene que implicarse mucho más en la clase, orientando tanto los aprendizajes teóricos como las actividades prácticas. Por otra parte, el alumnado lo prefiere, ya que le resulta mejor realizar la asignatura a base de trabajos que se les van corrigiendo, y, de este modo, saber las calificaciones que obtiene con los que se llevan realizados.
Esto, como contrapartida, conlleva el que los estudiantes asistan de modo regular a las clases, ya que si no se hace así no hay tal aprendizaje y evaluación continuos. Lógicamente, en mis asignaturas tomo nota de aquellos casos que por distintas razones no han podido asistir (enfermedad, problemas familiares, asistencia a alguna otra prueba, etc.).
En el caso de las universidades que estoy comentando, los rectores que han tomado esta medida la han justificado indicando que con ella se evitan los enfrentamientos en los campus universitarios.
Sin embargo, esto implica graves contradicciones, que paso a comentar. La primera es que se cede ante la presión que ejerce un sector (quizás, minoritario) de estudiantes que logran alterar los procesos educativos en su favor, y que, por muy respetables que sean sus ideas (si se llevan por cauces democráticos), van en detrimento de los criterios ya establecidos en las guías docentes que se actualizan y se aprueban antes de comenzar cada curso, y que, a fin de cuentas, es el ‘contrato’ que realizan las universidades con los estudiantes que pagan sus matrículas para recibir lo que se indica en esas guías.
Por otro lado, se cambian los criterios pedagógicos, en el sentido de que los conocimientos ya no se obtienen a través de un proceso continuado sino que se vuelven a los sistemas memorísticos que predominan en las pruebas o exámenes finales.
Además, no se cumple con una de las funciones relevantes que tiene la educación universitaria, puesto que, además de la preparación para la obtención de un título que capacita para una determinada profesión, se busca también la formación para ser personas adultas y responsables de sus actos; no sujetos inmaduros y caprichosos a los que se les protege de sus actuaciones.
Ellos deben saber que, por ejemplo, cuando un trabajador se pone en huelga corre ciertos riesgos, sean de tipo económico, de posibles sanciones e, incluso, en situaciones extremas les puede afectar a la propia estabilidad en el trabajo. La huelga o el paro no es un juego de adolescentes que creen que pueden actuar de manera coactiva sin que sus actuaciones les pasen facturas.
Entiendo que todo esto tiene un trasfondo ideológico del que prefiero no extenderme, puesto que la ruptura generada por el ‘procés’ en el campo institucional, político y ciudadano, se vive tanto en Cataluña y en el resto de país como una alteración de la convivencia con consecuencias bastantes graves.
Sin embargo, lo que nunca me podía imaginar es que los rectores de esas universidades públicas catalanas, que deben mantenerse ideológicamente neutrales en sus funciones y defender la legalidad institucional (ya que esto es distinto a la denominada ‘autonomía universitaria’), bajo el criterio de “evitar conflictos en los campus universitarios”, respaldaran o cedieran a los chantajes de aquellos estudiantes que desean imponer sus ideas a toda costa, incluso alterando algo tan esencial como son los programas o guías docentes de las asignaturas.
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