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Adiós al paraíso

Por AURELIANO SÁINZ

La última vez que acudí a ver el paseo de Las Laderas fue en compañía de mi amigo Esteban Santos. Por aquellas fechas ya se estaban realizando las obras que acabarían con el mítico paseo. Se habían cortado ambas entradas, desde el Reducto y las Alcabalas, para que no pudieran verse los trabajos que se llevaban a cabo.

De todos modos, era posible acceder por otros caminos. En nuestro caso, fue subiendo por el Callejón del Soldado, andando cuesta arriba hasta alcanzar la muralla cercana a la Torre Mocha. Allí, como todos sabemos, hay una puerta libre de arco apuntado que da paso a la parte superior de la ladera en la que se encuentran numerosos pinos, y un pequeño sendero por el que es posible bajar hasta llegar al paseo que siempre habíamos conocido.

Por aquellos días, todavía quedaban en pie los últimos eucaliptos, esos hermosos y grandes árboles que siempre nos habían acompañado, los mismos que habían sido testigos silenciosos de todo lo que acontecía en sus alrededores. Por entonces creíamos que podían salvarse, pues no nos imaginábamos que hubiera razón alguna para que fueran derribados.

Lo que aconteció después es de todos conocidos, por lo que no voy a reiterarme en algo sobre lo que se ha escrito bastante, aunque quizás no lo suficiente, dado que las heridas marcadas en el corazón y en el recuerdo de distintas generaciones tardarán en cicatrizar.

Por mi parte, no he vuelto allí. Y creo que no volveré a pisar ese espacio que para muchos de nosotros formó parte de nuestro paraíso de la infancia y de la juventud.

No soy ahora capaz de pensar en el paseo de Las Laderas sin la impresión de la profunda y dolorida tristeza que acompaña saber que se ha ido para siempre una parte de los momentos mágicos que alimentaron nuestros sueños de la infancia, de nuestros juegos de niños sin dinero en los bolsillos, de nuestras pequeñas aventuras que nutrían las fantasías de críos que creían que el Castillo de Luna era algo así como el centro del universo.

Se nos ha expulsado del paraíso, pues para nosotros, que por entones vivíamos en el presente de un tiempo intemporal, allí, en Alburquerque, estuvo una vez el paraíso de la inocencia de los primeros años.

Quizás, las generaciones más jóvenes no entiendan estos sentimientos que expreso y crean que son cosas de mayores o de viejos nostálgicos. Puede que sea así. Pero deben saber que ellos, aunque por su edad la mirada la dirijan siempre hacia adelante, les llegará el momento de la nostalgia: la que acompaña a la pérdida del candor y la ingenuidad que difícilmente tienen recuperación.

Y es que hay momentos de nuestras vidas en los que la alegría de vivir, el disfrute de lo que nos rodea, los juegos compartidos con los amigos, las intensas emociones que surgen al descubrir nuevos rincones, la admiración por la grandiosidad de una naturaleza contemplada desde las altas rocas que coronan las Laderas, los primeros enamoramientos, los besos furtivos ocultos a las miradas ajenas, configuran ese cofre de recuerdos que nunca nos abandona del todo, a menos que definitivamente seamos expulsados del edén de nuestra niñez y adolescencia.

Porque, como bien explicaba John Milton en su bello y extenso poema titulado ‘El Paraíso perdido’, quizás el cielo y el infierno no fueran lugares que visitaremos tras esta vida, sino estados mentales que nos acompañan a los seres humanos en este peregrinar por la existencia terrenal. Y, a medida que se nos roban trozos de ese paraíso primigenio, el camino se nos va haciendo cada vez más difícil, más agreste, más tortuoso, y comenzamos a sentir bajo nuestros pies las punzadas de las duras y ásperas piedras que convierten la calzada por la que transitamos en una senda cargada de dolor  y penalidades.

Puesto que, tal como he apuntado, algunos pueden considerar que lo que he expresado son sentimentalismos inapropiados para estos tiempos, me ha parecido oportuno mostrar un cuadro que en cierto modo sintetiza la alegría de los primeros años y que, por suerte, se repite de generación en generación, como signo de renovación de la vida.

Se trata del titulado El látigo, un juego de la infancia que plasmó el pintor estadounidense Winslow Homer, nacido en la ciudad de Boston en el año 1836. Dado que el lienzo está fechado en el 1872, es decir, hace casi siglo y medio, podemos entender que los juegos colectivos en plena naturaleza forman parte de la propia condición humana, por lo que seguro que pervivirán con el paso del tiempo.

En esta obra, el pintor se convierte en fiel cronista de la vida de los niños que residen en  ámbitos rurales, o lo que es lo mismo, en los pueblos ubicados en las agrestes montañas de su extenso país.

Pictóricamente, expresa la estrecha relación que existe entre el paisaje y sus habitantes en la plenitud de la naturaleza. También, el intenso disfrute de un grupo de muchachos que gozan de un juego, transmitido de generación en generación, en el que cogidos de las manos, y sostenido por el más fuerte al principio de la cadena formada por ellos mismos, se balancean tal como lo haría un látigo hasta ver cuánto aguantan los más alejados del primero.

Juegos colectivos de los niños al aire libre. Juegos imperecederos. Juegos que a los que tenemos el tiempo marcado en nuestra propia la piel nos remiten al paraíso de la infancia y del que nos resistimos a ser expulsados definitivamente.

¿Acaso no vivimos de este modo quienes pertenecíamos a ese emocionante y maravilloso territorio que era y es Alburquerque? ¿No eran los juegos compartidos con los amigos de entonces  los que presidían los mejores momentos de nuestras aventuras?

Es lo que, saltando las distancias espaciales y temporales, podemos encontrar en este lienzo. Así, con un alto nivel de realismo naturalista, en él se festeja el mundo de un grupo de adolescentes que, descalzos, juegan sin parar hasta que las fuerzas les fallen. Entendemos que ellos no son conscientes de la belleza de la que participan, que no saben que les rodea una naturaleza en plenitud y esplendor, porque la disfrutan con la despreocupación propia de sus edades.

He hablado de ‘El Paraíso perdido’ de John Milton, poema de enorme belleza escrito en el siglo XVII. Pero no son solo los relatos los que nos hablan de ese lugar mítico del que un día fuimos expulsados, porque, según el Génesis, nuestros primeros padres pecaron al desobedecer el mandato divino. También son muchas las obras pictóricas del arte clásico en las que se plasman a Adán y Eva siendo desterrados del Paraíso, como transición del estado de la inocencia y la felicidad al del dolor, la tristeza y los sufrimientos de la existencia terrena.

Y dos de las imágenes más bellas de este relato de la expulsión del Paraíso son las que nos legó el pintor del Renacimiento alemán Alberto Durero. Imágenes de los cuerpos desnudos de Adán y Eva, plasmados en tablas independientes, de las que yo tengo unas copias en mi despacho, quizás como recuerdo de ese tiempo de plenitud.

Por otro lado, sería Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, el que nos dijera que esta epopeya de la perdición, a fin de cuentas, es una metáfora de la quiebra de esa ingenuidad en la que todos nos encontramos durante nuestra infancia, hasta que las condiciones de la propia vida, entre ellas la necesidad de trabajar para sobrevivir, nos sitúan fuera al ser expulsados de ese inolvidable edén, al que de vez en cuando nos remitimos para recordar que hubo un tiempo en el que verdaderamente fuimos felices.

Por mi parte, como apuntaba al inicio, he sentido que inmisericordemente se nos ha robado un trozo de ese paraíso nuestro, del que unos y otros disfrutamos pensando que siempre estaría ahí y que siempre podríamos volver a encontrarle a pesar del tiempo transcurrido. Pero no ha sido así. Hoy lo siento, tal como cantaba el poeta inglés, como un pequeño paraíso perdido.

Es por ello que, me temo, nunca más volveré a pisar el paseo de Las Laderas. Cuando vaya a mi pueblo me encontraré con los magníficos y entrañables amigos que allí tengo. Disfrutaré de sus compañías. Recorreré las calles y plazas de Alburquerque, como habitualmente hago. Vagaré por sus extensos e inacabables campos. Contemplaré los bellos paisajes que se divisan desde sus torres y murallas… y, en un rincón de la memoria, seguiré pensando que el mítico paseo de nuestra infancia permanece intacto y que, como un fiel amigo, nos aguarda para decirnos que las huellas que allí dejamos las ha conservado con el fin de que podamos evocarlas siempre que queramos, aunque solo sea en nuestros más recónditos sueños.

 

 

 

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