Por AURELIANO SÁINZ
A 113 kilómetros de Túnez hay una pequeña isla llamada Lampedusa, que política y administrativamente pertenece a Italia. Aparte de recibir turistas durante el verano, la isla desde hace un tiempo se ha convertido en noticia internacional por la llegada de migrantes que procedentes de África intentan recalar en ella, puesto que al ser italiana, y el lugar más cercano de las costas libias, forma parte del ‘espacio Schengen’ de la Unión Europea.
En la actualidad, este pequeño enclave recientemente volvió a ser noticia por la detención y posterior puesta en libertad de la capitana Carola Rackete del barco alemán Sea Watch, ya que, según la jueza de instrucción Alessandra Vella de Agrigento, ciudad del sur de Sicilia, “la detenida actuó con el deber de salvar vidas”.
Al poco de conocer la noticia, me vivo a la memoria el que fuera el naufragio más trágico que se haya producido en las cercanías de Lampedusa en la historia reciente.
Ocurrió hace casi seis años, exactamente el 3 de octubre de 2013, cuando un barco cargado de hombres y mujeres africanos, que había zarpado desde el puerto libio de Misrata, se hundió cerca de sus costas. Entonces, la guardia costera italiana que acudió al rescate informó que había logrado salvar a 155 personas, al tiempo que confirmaba que habían muerto 359, junto a un número indeterminado de desaparecidos.
Debo apuntar que esa enorme tragedia se habría reducido si los barcos pesqueros italianos que faenaban por la zona hubieran podido acudir tempranamente en su ayuda, pero la denominada Ley ‘Bossi-Fini’, aprobada cuando Silvio Berlusconi era presidente del Consejo de Ministros, no lo permitía, bajo la acusación de favorecer la inmigración ilegal en caso de acudir a socorrerlos.
Días después, en Italia se declaró un día de luto nacional. En Europa lamentaron la tragedia; pero, como suele suceder, se lavaron las manos, puesto que la Unión Europea deja en manos de los países receptores -Italia, España y Grecia- la solución a este problema que no tiene visos de terminar.
En la sociedad de la comunicación en la que nos encontramos, el drama de inmigrantes ahogados lo conocemos una vez que la tragedia ha culminado, sin que sepamos apenas nada de los sufrimientos padecidos a lo largo de la travesía.
Dado que una noticia se superpone a otra, tapándola o anulándola en nuestras mentes, no tenemos tiempo para preguntarnos: ¿Cómo han vivido los últimos días, las últimas horas, los últimos instantes, esos hombres, esas mujeres y esos niños de piel oscura que finalmente acaban tragados por las aguas del mar Mediterráneo?
Ocasionalmente, nos han llegado las imágenes de algún evento que ha podido ser registrado por alguna cámara y hemos contemplado los rostros de auténtico pánico de quienes desesperadamente buscaban agarrarse a algún cable que se les lanzaba.
Esto es posible en nuestra actual sociedad, ya que tenemos los medios tecnológicos para dejar grabados estos acontecimientos. Sin embargo, siglos atrás no era posible, por lo que las noticias en los diarios eran narradas y, en todo caso, se acompañaban de algunas escenas que los dibujantes de prensa realizaban para ilustrar el suceso.
No obstante, hay un caso que deseo comentar, pues uno de los grandes pintores franceses se atrevió a realizar una interpretación pictórica de la tragedia de un naufragio, generando un enorme escándalo en ciertos sectores de la alta burguesía parisina.
Me estoy refiriendo al lienzo La Balsa de la Medusa que pintó Théodore Géricault uno de los grandes artistas franceses del siglo XIX, cuadro que fue expuesto al público en 1819, hace exactamente dos siglos. Es la obra que sirve como ilustración de este escrito y en la que nos relata visualmente el siniestro en el que se vio envuelto un navío francés y la pavorosa historia que siguió a la desastre.
Pero antes de pasar a narrar brevemente la historia de esta tragedia, quisiera indicar que Théodore Géricault había nacido el 26 de septiembre de1791en Ruán, capital de la Normandía, al norte de Francia. Su formación pictórica fue de corte academicista, sin embargo, pronto se rebela con esos planteamientos fríos y con fines decorativos, por lo que comienza a pintar directamente del modelo, sin dibujos preparatorios, con el fin de lograr dar verdadera vida a sus lienzos.
Con veintiún años se desplaza a Italia para estudiar a Miguel Ángel, al que admiraba profundamente. Posteriormente, se traslada a Inglaterra para conocer de cerca la obra de Constable. Puesto que su vida fue muy breve, ya que falleció en París en 1824, con solo treinta y años, podemos decir que su obra es una síntesis en la que combinaba las formas del barroco de Rubens con el realismo romántico, construyendo escenas en las que buscaba la exaltación de los sentimientos de los protagonistas.
Sus temáticas estaban, pues, alejadas de aquella pintura tan fomentada por la nobleza y la alta burguesía, en la que prevalecían los hechos históricos idealizados a través de los personajes heroicos y mitológicos.
Desde esta postura inconformista se entiende que se embarcara en la realización de un lienzo de grandes dimensiones (491 x 716 cm) como fue La Balsa de la Medusa, su obra maestra que, actualmente, se puede contemplar en el Museo del Louvre de París.
Sobre ella, Ann Kay, licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Kent, nos cuenta que “cuando La Balsa de la Medusa se presentó en el Salón de París de 1819 provocó un escándalo considerable y horrorizó a las clases dirigentes, puesto que la escena narra visualmente la historia auténtica del naufragio, además, ponía al descubierto lo que aconteció con la fragata La Medusa y que el Gobierno francés trató de ocultar”.
Para comprender el significado de este lienzo, conviene que sigamos el breve relato histórico relacionado con la escena que se nos describe en este magnífico cuadro:
Con fecha de 16 de junio de 1816, la fragata La Medusa (La Méduse en francés) salió del puerto de Rochefort, con destino a Senegal, acompañada de otras tres embarcaciones. El capitán era el vizconde Duroy de Chaumereys, un tanto inexperto, puesto que no tenía muchos años de navegación. La finalidad de este viaje era la de aceptar la devolución que hacía el Gobierno británico a Francia de la entonces colonia senegalesa.
En un intento de avanzar y ganar tiempo, la fragata se desvió de su ruta unos 100 kilómetros, dando lugar a que el 2 de julio encallara en un banco de arena cerca de lo que actualmente es Mauritania.
La Medusa llevaba 400 personas a bordo, entre pasajeros y la tripulación, pero solo contaba con botes para unas 250 de las mismas, que fueron las que pudieron utilizarlas para salvarse. La tragedia comenzó muy pronto, cuando el capitán y sus oficiales se nombraron en primer lugar para acceder a los botes salvavidas, dejando a unas ciento cincuenta abandonadas a su suerte, que inmediatamente se hundieron en la desesperación.
Si tenemos en cuenta que el sustento que se le proporcionó a la tripulación abandonada consistía en una bolsa de galletas, dos contenedores de agua y unos barriles de vino, podemos entender que en la primera noche, aterrados, unos veinte hombres acabaron suicidándose o fueron asesinados.
Como último medio de supervivencia, el resto construyó una balsa de unos 20 metros de largo por 7 de ancho con el intento de lograr alcanzar tierra firme.
Según la crónica firmada por el periodista Jonathan Miles, “la balsa arrastró a los supervivientes hacia las fronteras de la experiencia humana. Desquiciados, sedientos y hambrientos, asesinaron a quienes se amotinaron, comieron de sus compañeros muertos y mataron a los más débiles”.
Transcurridos trece terribles días en el mar, la balsa finalmente fue localizada por una nave. Fueron rescatados solo los quince hombres que habían logrado sobrevivir.
El mismo cronista anotaba que “este incidente se convirtió en una enorme vergüenza pública para la monarquía francesa, recientemente restaurada en el poder tras la derrota definitiva de Napoleón”.
No era de extrañar, pues, que la exposición de la obra de Théodore Géricault generara un auténtico escándalo, ya que una cosa es el relato de la prensa y otra bien distinta que se mostrara en una pintura de grandes dimensiones en el prestigioso Salón de París, que anualmente organizaba la Academia de Bellas Artes de la capital francesa, siendo por entonces el acontecimiento artístico más importante del mundo.
De este modo, Géricault, en una obra cargada de gran valor simbólico, nos muestra, en un mar embravecido y bajo densas nubes, el momento en el que los pocos supervivientes que quedaron ven en el horizonte un navío que puede ser su última salvación. Ahí está ese joven de torso desnudo y ennegrecido que subido en un tonel agita su camisa. A su lado, otro lo hace con una blanca, y detrás de ellos, un grupo se agita por la esperanza que se les abre ante el imprevisto milagro. Y, en la parte inferior, un anciano pensativo sostiene uno de los cadáveres que se acumulan en la parte baja de la balsa.
Cuidando la información que había llegado a tierras francesas, en el cuadro de Géricault solo aparecen los quince náufragos que sobrevivieron en esta terrible tragedia.
Doscientos años después de ser mostrada públicamente La Balsa de la Medusa, creo que el mensaje es muy claro: nunca se debe dejar a su suerte a náufragos en el mar y, tal como apuntó la jueza de Agrigento “es un deber moral salvar vidas”.
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Posdata: Desde hace años soy socio de ACNUR, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. El drama de los refugiados recorre todo el planeta, aunque las noticias en nuestro país están centradas en lo que acontece en el Mediterráneo, sin embargo, los últimos datos nos dicen que 68,5 millones de personas viven este drama en todo el mundo.
A lo largo del tiempo, he dirigido investigaciones en los campos de refugiados saharauis de Tinduf, que se encuentran en Argelia. Hablaré en su momento de ello, pero como me he extendido en la historia relacionada con el cuadro La Balsa de la Medusa, y para no salirme de la línea que voy llevando en Azagala digital, en un próximo artículo titulado Un día tuvieron que huir mostraré los dibujos que realizaron un grupo de adolescentes que se encuentra en campos de refugiados de Sudán, Somalia, Etiopía y Kenia, pues, aunque no lo parezca, el 85% vive en países en vías de desarrollo o del propio Tercer Mundo.
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