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Recordando a Antonio Machado

Por AURELIANO SÁINZ

En este año se cumple el ochenta aniversario del fallecimiento de Antonio Machado, uno de los grandes poetas españoles del siglo pasado en nuestro país y de todos los tiempos en lengua castellana.

Como homenaje a su memoria, la Facultad de Ciencias de la Educación de Córdoba, lugar en el que he desarrollado durante cuatro décadas mi labor docente e investigadora, se planteó, dentro de las jornadas culturales que se celebran a principios de mayo, un acto en la biblioteca, de modo que en él participaríamos tanto el profesorado, como los alumnos y el personal de administración y servicios que lo deseara.

Pero no solo se trataba de un recital poético, sino que habría una exposición de todas las obras que se tienen en una de las mejores bibliotecas de la Universidad de Córdoba. Para ello, en las vitrinas de uno de los pasillos del centro se expondrían todos los libros, revistas y folletos de Machado para que pudieran consultarse.

De este modo, en una mañana que cruzo el pasillo veo a Paqui, la actual responsable de los archivos, una vez que se había jubilado Daniel, un gran amigo, amante de los libros a pesar de que su titulación la obtuvo en Biología.

“Hola, Aureliano, qué tal. ¿Cómo te va el curso?”, me dice Paqui que la encuentro colocando de manera ordenada los ejemplares del poeta.

Me paro y mantenemos una pequeña charla, ya que ella habitualmente me ve en su espacio de trabajo, puesto que acudo de modo regular a consultar o sacar libros a la biblioteca.

“Oye, ¿te animarías a participar en el recital poético en homenaje a Antonio Machado que estamos organizando para la semana cultural?”, me pregunta con la esperanza de que forme parte, ya que dentro del profesorado solo han sido algunas compañeras las que, hasta ese momento, se han ofrecido para hacerlo.

“No tendría problema”, le indico, “si yo pudiera recitar La noria, un sencillo y emotivo poema que siempre me ha acompañado desde que era muy pequeño, puesto que, en la escuela de mi pueblo, Alburquerque, aparecía en la enciclopedia Álvarez, que era por entonces el libro que teníamos los niños. Yo me lo aprendí por mi cuenta y nunca lo he olvidado. Lo cierto es que en esos versos Machado hablaba de cosas muy ligadas a las experiencias de los que vivíamos en estrecho contacto con la naturaleza”.

“Además”, continúo, “me gustaría que, antes de recitarlo de memoria, me fuera posible dar una pequeña explicación de por qué lo he elegido, hablar de mi tierra, de cómo eran las escuelas de mi infancia, de la relación que teníamos los escolares con los campos que rodeaban Alburquerque… Serían unos ocho o diez minutos”.

Paqui se lo piensa. Al momento me indica que no habrá ningún problema, pues, aunque el recital se va a hacer de manera cronológica, para que se vaya conociendo la vida de Antonio Machado, desde que nace en Sevilla en 1875, hasta que fallece exiliado en el pequeño pueblo francés de Colliure el 22 de febrero de 1939.

Antes de dirigirme al despacho le doy las gracias, porque recitar el primer poema que siendo un crío me aprendí por mi cuenta en la escuela de don José Sánchez y que, en algunas ocasiones internamente me viene a la memoria, sin poder explicarlo a quienes asistan al acto, para mí tendría escaso valor, pues los intensos y emotivos recuerdos de nuestra infancia son inolvidables: los portamos como si fueran las raíces que anclamos en la tierra que nos vio crecer.

Tal como estaba anunciado, a las once del segundo jueves del mes de mayo, la sala de lectura de la biblioteca se encontraba preparada para quienes nos habíamos ofrecido a formar parte del grupo que recitaría o leería poemas de Antonio Machado, así como para aquellos que deseaban asistir al acto.

Comenzó con una presentación de la decana de la Facultad, haciendo una semblanza de la figura de este poeta y de lo que significó dentro de la literatura española.

Acabada su intervención, empezamos a ser nombrados para acercarnos al atril con el fin de dar lectura al poema que teníamos asignado. A mí me correspondió hacerlo en cuarto lugar, pues La noria apareció en Soledades, uno de sus primeros libros y que posteriormente reaparecería con un título más amplio: Soledades. Galerías. Otros poemas.

En mi caso, y tal como acordamos, previamente hice una semblanza de mi tierra, de mi pueblo, de mi infancia, de la escuela a la que acudí al igual que otros amigos que gratamente conservo, de los campos que rodean a Alburquerque, de las mulas, de las norias, de las albercas a las que nos íbamos a bañar en los calurosos días de verano… y del inolvidable paseo de Las Laderas que forma parte esencial de mi vida, de nuestra vida.

En el momento en que me dispongo a recitar los versos de La noria, Alicia, alumna de último curso de carrera y magnífica concertista de guitarra, empieza a desgranar las notas que de fondo van a sonar. Mientras tanto doy comienzo:

La tarde caía triste y polvorienta. / El agua cantaba su copla plebeya / en los canjilones de la noria lenta.

Soñaba la mula / ¡pobre mula vieja! / al compás de sombra / que en agua suena.

La tarde caía triste y polvorienta.

Yo no sé qué noble, divino poeta, / unió a la amargura de la eterna rueda / la dulce armonía del agua que sueña. / Y vendó tus ojos, / ¡pobre mula vieja!…

Mas sé que fue un noble, / divino poeta, / corazón maduro / de sombra y de ciencia.

Mientras recito el poema de Machado, las imágenes de mi infancia acuden vivas e intensas, como si regresara a un tiempo que nunca se ha ido del todo y que perviven en lo más hondo del alma o del corazón, dos vocablos que utilizamos para expresar esas emociones vivas y sinceras que nos resultan difíciles de traducir a palabras.

Acaba el acto. Ha sido sencillo, pero entrañable. Me siento muy dichoso al encontrarme compartiendo vivencias con profesores jóvenes que tiempo atrás fueron alumnos míos. Igualmente, por la presencia de un amplio grupo de estudiantes a los que ahora también tengo como alumnos. Algunos de ellos, tras haberles animado, se atrevieron a dar lectura a alguno de los numerosos poemas que Machado escribió.

Me produce un enorme placer ver que todos los estamentos de la Facultad han participado sin distinciones de cargos o de rangos, pues hay ocasiones en los que debemos sentirnos partícipes de un proyecto colectivo en el que todos somos necesarios.

Esta amalgama de emociones me confirma que merece la pena volcarse en esta imperecedera labor: la de profesor, ya que todas las culturas, de todos los lugares y de todos los tiempos, han tenido que afrontar la gran tarea de enseñar y educar a las nuevas generaciones para que un día sean personas formadas, dignas y valiosas. Esto también lo hizo ese inolvidable poeta llamado Antonio Machado.

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