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Los maestros de nuestras vidas

“A  un capitán sevillano siete hijas le dio Dios, y tuvo la mala suerte que ninguno fue varón…”. Creo escuchar ahora esa letanía de labios de unas chicas, algunas de las cuales llevan el uniforme del colegio de las Monjas, delante del grupo viejo de las escuelas. Veo también a una maestra con un aparato en la mano. Pronuncia una serie de palabras con voz ronca y se lleva aquel utensilio a la boca. Aspira dos o tres veces y continúa la lección. Logró vislumbrar un encerado en el que están escritos números y letras con trazos perfectos, como si el maestro hubiera usado un molde. Lunes, 7 de junio de 1970, reza en el ángulo superior izquierdo dela pizarra. Aquella fecha, escrita con una tiza blanca, cambiaba día tras día. Don Emilio, uno de los símbolos de aquella época mágica, utilizaba unas letras perfectas, como si estuvieran trazadas con toda la dedicación y el tiempo del mundo.

Las imágenes se agolpan en mi mente: caras de alumnos y de maestros, libros y fichas de ejercicios, papel charol, afilalápices y gomas de borrar… De repente escucho las voces de un maestro desde su mesa. Pide a gritos que salga un voluntario. Nadie sale y todos temblamos de miedo. Temíamos a aquel hombre grande y enérgico que parecía que iba a comernos crudos. Insiste con rabia: “¡No lo digo más, un voluntario a la pizarra!”. La tensión se palpa en el ambiente. Yo temía lo peor y rezaba para que alguien saliese a resolver aquella ecuación o lo que fuera. Don Joaquín Prieto está a punto de estallar cuando un niño se levanta. Todos los demás respiramos aliviados. Se dirige con paso firme hacia el encerado, ubicado justo detrás de la mesa del profesor. Este sonríe satisfecho. Al llegar a la altura de la pizarra, aquel alumno, Fernando Fatuarte (hijo menor del inolvidable Daniel “Macareno”), al que ya veíamos como un héroe que nos estaba salvando de un castigo atroz, arrojó algo a la papelera y se dio media vuelta, encaminándose hacia su pupitre. Nunca olvidaré la sangre fría de aquel compañero y aun no entiendo cómo el maestro le perdonó la osadía.

Puedo sentir ahora la sensación de angustia que experimenté entonces, pero enseguida otra imagen me relaja: una maestra nos abre a cada niño una pequeña botella de leche que bebemos con energía antes de salir al recreo. Creo que jamás he probado una leche tan rica, aunque sé que la sensación está mediatizada por los propios sabores de la infancia. A  veces, esas botellitas se cambiaban por leche en polvo y, en los últimos años, por un recipiente de un litro de un producto lácteo menos sabroso. Recuerdo, al final de curso, a  muchas madres, como locas, cogiendo varios litros e incluso cajas enteras con 10 o 12 botellas.

El sabor dulce que incluso siento ahora en el paladar me trasporta a una fila de escolares perfectamente alineada. Un niño absortó en el chupeteo de una piruleta no guarda la distancia ni se calla un momento. ¡A cubrirse!, insiste don Fernando. Pero el alumno sigue. De pronto siento  el  aire  removido por el brazo del maestro al estampar un capón en la cabeza del goloso.

Son tantas las imágenes que se agolpan para fluir en la memoria que igual rememoro un “merenchoc”, dulce   a  base de merengue recubierto con chocolate que vendíamos los alumnos de octavo para irnos de excursión y al que quedé enganchado durante años, que veo a Don Francisco Durán corriendo la banda en un partido de recreo en el campo de fútbol. Siempre aparece esta imagen de manera curiosa: con las zancadas del maestro al ritmo de una canción que sonaba por la megafonía instalada en el grupo escolar viejo. “Marilyn, Marilyn, Marilyn, Marilyn, te quiero tanto…”. Busqué durante años esta canción y, por fin, la encontré en internet.

Y   me  relaja recordar los paseos de doña Fani, doña Angelita, don Gabriel, don Florentino, don Pablo Lapeña… Maestros todos aquellos a los que quisimos y  formaron parte de la época  más hermosa de nuestras vidas. Y qué decir de don Ángel Santos, aquel director entregado a la causa educativa y de la buena marcha del centro. Y cuando aparecía don Manuel Unión, con aquel poderío físico y aquella risita que trataba de disimular cerrando la boca, uno soñaba con ser como él de mayor. Y nunca olvidaré a la señora Mercedes, que nos cobijaba a veces en su mesa-camilla para hacer algunas tareas olvidadas y que nos quería a todos como si fuéramos de su familia.

Y los amigos que hicimos, y las niñas que empezaban a gustarnos, y  las  tareas  que  llevaba hechas de casa y copiaban mi hermano y Morales antes de entrar en las aulas, y el día que me caí sentado con mis partes nobles en el hierro que había en la vieja tribuna del campo de fútbol, y las tablas de gimnasia con don Florentino que representábamos ante los padres al final del curso, y aquella maestra a la que mirábamos las piernas cuando la inocencia empezaba a difuminarse, y los membrillos que comprábamos en una casa de la calle San Antón a la hora del recreo, y cuando nos entreteníamos recogiendo los corchos de los cartuchos usados cuando el tiro al plato se celebraba en la barrera del campo de fútbol, y cuando cogíamos mariposas y las estampábamos en los libros, y cuando mi hermano Manolín  caminaba con las manos decenas de metros bajo la mirada atónita de un montón de niños, y cuando atravesábamos el maravilloso y desaparecido “huerto del jefe” para atrochar a la hora de irnos a casa…

Ahora, aquel colegio, el paraíso de nuestra infancia, ha cerrado sus puertas, pero los grupos escolares no han quedado inútiles y viejos porque lo hayan decidido unos políticos sino porque les falta la risa de los niños. No hacía falta un colegio nuevo, sino restaurar bien el existente.

Valga este escrito para homenajear a las viejas escuelas y a los maestros que supieron formarnos incluso dándonos un mamporro cuando lo merecíamos Entonces nuestros padres no ponían el grito en el cielo cuando sus hijos recibían un capón o un palmetazo. Y aquí estamos, orgullosos de los grupos escolares y de los maestros que forjaron nuestros valores y nuestra educación.

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TEXTO: Francisco José Negrete. Publicado en AZAGALA como homenaje a los maestros que tuvimos y a los grupos escolares.

FOTO 1: Antiguo campo de fútbol con el grupo de abajo al fondo. El niño que aparece es Alejandro Pocostales “Minuto”

FOTO 2: Niñas jugando a la comba delante del grupo de arriba.

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