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Ciriaco Rubio y el esplendor del bar Castillo

Ahora que la edición impresa de la AZAGALA ha cumplido diez años y ha alcanzado el número 100, vamos a ir publicando algunos de los artículos más relevantes y populares que hemos publicado a lo largo de esta década. En el número 1, dedicamos una página a un alburquerqueño muy apreciado que falleció por aquellas mismas fechas. Se trata de Ciriaco Rubio, dueño del mítico Bar Castillo.

A Ciri le escribimos el siguiente obituario como homenaje.

“Nos ha dejado Ciri. Se marchó una leyenda de la hostelería, una persona que, cuando nadie hablaba de turismo ni había folletos de promoción, logró atraer a Alburquerque a muchos visitantes que buscaban las famosas raciones del bar Castillo. Él fue pionero de lo que hoy se conoce como turismo gastronómico. Sus modales y sus atrevimientos con los clientes era otro más de los atractivos de uno de los templos del buen comer que existían en Extremadura.

Hablé muchas veces con él en los últimos años de su vida y reímos juntos con sus ocurrencias, pero también le vi llorar desesperado porque ya no era aquel Ciri que se comía el mundo.

Ciriaco Rubio empezó con 14 años a trabajar como panadero y de ahí pasó al casino de la Concordia, donde estuvo 15 años detrás de la barra. En 1975, compró el local del bar Castillo, que ya se llamaba así, y que regentaba otro histórico camarero. Felipe Robles.

Desde el principio, el trabajo fue intenso, de manera que él y su esposa Angelita padecieron años después de su jubilación las secuelas de tantísimo esfuerzo físico, a veces sobrehumano, como cuando organizaban bodas todos los días en agosto y dormían solo dos horas, o muchos sábados, domingos y festivos, que servían la comida a los clientes a las 7 de la tarde, de tantos como esperaban en los comedores, y terminaban los camareros y cocineras llorando de cansancio.

A los 6 meses de quedarse con el bar, Ciri cayó enfermo y estuvo 9 meses en coma. A partir de entonces, su hijo Agustín Rubio, con solo 8 años, tuvo que ponerse a ayudar en la barra y con la bandeja.

Los años 80 fueron esplendorosos. Todos los camareros que pasaron por allí supieron lo que era trabajar sin descanso. Chaqueta, Luis Cordero, Pipi “Bigote”, Juan Pablo el peluquero, Mª Eugenia (mujer de Toribio), los hermanos José y Rafi Calderón, Agustín Pardo (sobrino de Ciri y tristemente fallecido en un accidente de tráfico en Los Conejeros, cuando regresaba de trabajar del bar Dóscar en Badajoz), José Correa, Pedro “Calojo” y su hermano Kiko, Baldomero (incansable cuñado de Ciri, que terminaba en la panadería y sin dormir se iba a ayudar al bar), Juanma Falcón (hijo de Agapito “el blanqueaó”), y en la cocina Manuela Santos, que estuvo allí 43 años. Todos ellos trabajaron junto al trío que regentó el local: Ciri, Angelita y Agustín.

El bar Castillo era conocido en toda Extremadura y fuera de ella y por allí pasaron alcaldes, gobernadores, obispos y algunos ministros, como Alberto Oliart, que era cliente habitual.

Sus especialidades siempre fueron las chuletas, las ancas de rana y las perdices y, en los primeros años, servían por la tarde un montón de empanadas y churros con el café o el chocolate. Los domingos vendían 20 docenas de ranas y 15 kilos de espárragos trigueros y al año entre 800 y 1.000 perdices. También eran famosos sus calamares.

Tal era su reputación que a Ciriaco le propusieron montar un restaurante en Badajoz y, una vez que vino el rey Juan Carlos a cazar a una finca extremeña, les dijeron que estuvieran preparados porque era posible que tuvieran que preparar la comida al monarca.

Ciri y Angelita recuerdan algunas de las mejores peñas de amigos que solían comer los manjares del bar Castillo: Vicente Calderón y los Sánchez, Paco Jalcón y sus amigos, Jorge Rodríguez y los maestros de Alburquerque, etc.

Pero si fama tenían sus platos, no menos famosas eran sus bromas e improperios, de forma que mucha gente iba al bar solo al cachondeo, a insultar a Ciri y que éste les insultara. “Hasta de Cáceres venían los Murieles solo pa´l cachondeo”, señala Ciriaco, que mientras les servía los ponía de “cabrones e hijos de la gran…”, mientras los clientes se cagaban en su madre y lo ponían de cabrón y cabezón. Él les sacaba un santo al que se le levantaba la “peana”, o le ponía un plato con un plátano en medio y una naranja a cada lado, al tiempo que les soltaba alguna burrada.

A Pedro “Naríz” le llamaba Chato y le preguntaba: ¿con qué te limpias los mocos”, y aquel respondía: ¡con el cobertó!

Todavía hay muchos que, cuando le ven por la calle le ponen a caldo y Ciri sigue añorando las bromas, igual que los “peos”, una de sus conversaciones favoritas. En cuanto hablamos de ventosidades se pone contento, se incorpora del sillón y se ríe. Baldomero eso lo llevaba muy mal, y en más de una ocasión pidió bajarse del coche porque Ciri y su hijo Agustín llevaban una “traca de peos” que no se podía aguantar.

Cuando se jubilaron, Angelita nunca echó de menos el bar, porque estaba harta de trabajar, pero Ciri bajaba un rato todos los días con Feli Pardo, su sobrina, otra gran cocinera.

Cuando me despido de ellos, me doy cuenta de que son tan hospitalarios como cuando tenían el bar. Les dejo a ambos con los achaques causados por los durísimos años de sacrificio, y pienso en cómo han cambiado los tiempos. Su hijo Agustín, responsable del Patronato Municipal de Deportes, sufrió en sus carnes aquella tarea casi inhumana y acabó huyendo del bar y dedicándose a lo más le gusta, aunque ciertamente ahora tampoco para un momento y está haciendo un trabajo inmenso por el deporte en Alburquerque”.

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FOTO 1: Ciriaco paseando por la Alameda con Baldomero Pardo y Luis Álvarez

FOTO 2: Camareros del bar Castillo en una boda: Paco Chaves, Agustín Pardo y Correa

FOTO 3: Ciri y su esposa Angelita

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