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La asombrosa curación de Rafael Falero

A veces uno se entera de alguna pequeña anécdota increíble, pero cierta; luego, tiras del hilo y descubres un mundo de relaciones, hechos y versiones que completan toda una historia. Ese es el caso de Rafael Falero Padero, de quien escuché hablar por primera vez en el campo de fútbol. Unos hombres mayores, entre ellos Machín y Quintales, hablaban de la impresionante curación de un tal Rafael Fareo, allá por los años 30 del siglo pasado. Enseguida me interesé por los hechos, pero solo tenía una pista: aquel hombre era familia de la esposa de Cotrina. Y a partir de ahí me puse a tirar del hilo…

El apellido del protagonista de esta historia absolutamente verídica no era Fareo, sino Falero.  Nació en 1877 en Las Casiñas, en la campiña de Valencia de Alcántara, donde conoció a Catalina Guapo, la mujer con la que se casó para venirse a vivir a Alburquerque.

Amante de la aventura, Rafael trabajó en casi todos los molinos que existían a lo largo del río Gévora, así como en varias fincas, entre ellas Valdeborracho. María Falero Gómez, madre de Samuel Cotrina y nieta de aquel aventurero, recuerda cómo éste se sentaba debajo de un olivo a pelar mimbre mientras contaba historias a los muchachos.

Le gustaba mucho caminar y estaba en forma porque hasta los 84 años de edad se venía de Valdeborracho a Alburquerque a cobrar su paga. Y no piensen que se cuidaba para mantener su salud, pues era imposible verle sin un pitillo en la boca, y tenía en los labios incluso la marca del cigarro de tabaco picado que siempre llevaba colgando. “Teniendo tabaco, estaba siempre contento”, decía su nieta María, que le recuerda feliz y alegre.

Cierto día se le pinchó en un ojo una quijada de pinchar a los bueyes para que tiraran de las carretas y, tal vez como consecuencia de ello, le salió una verruga que no paraba de crecer. Se la quemaron con unos medicamentos, pero no tardó en reproducirse. El médico le dijo que aquello no era nada bueno y que no tenía solución, aquel tumor se le extendería por toda la cara hasta matarle.

Lejos de resignarse, Rafael buscó a una “veora” (curandera) en Portugal, la cual también le dijo que aquello no tenía remedio, excepto si se atenía a llevar a cabo lo que ella iba a decirle, y era capaz de soportar el tormento por el que tendría que pasar. Además de resistir físicamente el veneno al que se enfrentaría, debería soportar una auténtica tortura psicológica que podría hacerle perder la cabeza.

El hombre se aferró a la oportunidad de seguir viviendo y no dudó en llevar a cabo la operación que le aconsejó la veora. Falero tenía que atrapar un escuerzo (especie de sapo) en época de celo y hostigarle con una vara, sin matarlo, hasta que estuviera rabioso e hinchado. Una vez en tal estado, debería retener al repugnante bicho y cortarle un trozo de piel de la zona más carnosa y fresca. Todo ello antes de matarlo. Finalmente, como una especie de apósito, habría de colocarse el nauseabundo remedio sobre el ojo canceroso.

No le sería difícil encontrar escuerzos en la huerta de Valdeborracho, así que Rafael actuó tal y y como dijo la curandera.

Aunque el fondo de los hechos no varía, he de advertir que existe otra versión que nos narraba Valentina Falero, hija del protagonista de esta historia. Según ella, Rafael se encontraba ingresado en Badajoz y desahuciado por los médicos, cuando, harto de permanecer allí, decidió largarse y se vino andando hasta Alburquerque. Por el camino, a la altura de Zapatón, mientras descansaba bajo un árbol, se encontró con un pastor, a quien le habló de su desgracia. Por azares de la vida, resultó que aquel hombre conocía un método para curarse del terrible tumor y el remedio era idéntico al que ya conocemos por medio de la receta de la veora.

El caso es que Rafael cortó un trozo ensangrentando del escuerzo y se lo colocó sobre el ojo, tapándolo por completo como si de un parche se tratara. A los pocos minutos comenzó a sufrir un dolor que no se mitigaba, todo lo contrario, era algo infernal. Aunque pensó en quitárselo de un tirón, su arrojo y el saber que se estaba jugando la vida le hicieron resistir. Falero daba alaridos de dolor, se revolcaba por el suelo, sudaba, le subió la fiebre… Así pasó tres días, sin saber ni siquiera dónde estaba. Se le hinchó la cara y todos creyeron que iba a morir.

Pero resistió y, al cabo de unos días, el dolor empezó a remitir. No obstante, mantuvo el extraño apósito sobre el ojo hasta pasado un mes. Entonces, tal y como le dijo la curandera, se colocó ante un espejo y empezó, lentamente, a tirar del trozo de piel y carne podrida del escuerzo. Aquellos restos putrefactos se llevaron tras de sí la enorme verruga y parte del ojo de Rafael. El tumor había desaparecido.

Lógicamente, perdió la poca vista que aún conservaba en aquel ojo, pero, a cambio, salvó su vida. Por entonces contaría con unos 60 años y vivió hasta los 84.

Su nieta María recuerda cómo tenía un agujero en el cristalino del ojo que, de vez en cuando, le supuraba.

El caso fue muy famoso y Rafael recibió la visita de muchas personas que venían a curarse de tumoraciones en distintas partes de sus cuerpos. Le ofrecían dinero para que él mismo volviera a ejecutar aquella misma operación y les salvara la vida. Llegó a hacerlo con algunos, pero María no recuerda si dio o no resultado.

Murió en 1961. Por entonces, harto de vivir en el campo, estaba deseando venir a Alburquerque, pero para ello tuvo que engañar a su familia, a la que dijo que venía desde Valdeborracho a comprarle una “burranquina” a su biznieto José (hermano de Toribio), y no regresó nunca más. Le entró un mal constipado que no pudo superar como hiciera con aquella terrible enfermedad.

 

TEXTO: Francisco José Negrete

FOTOS: 1-Ferretería de Quiebrapata, donde actualmente está la tienda de informática PcPeli. 2-Escuerzo como el usado por Falero.

AGRADECIMIENTOS: Gracias a Machín, Quintales, Samuel Cotrina, María Falero y Valentina Falero, sin los cuales nunca no se podría haber escrito esta historia y se habría perdido para siempre.

 

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